El movimiento Antifa hoy




Escribí el artículo anterior, sobre los orígenes del movimiento antifa, hace cuatro años. Al final dije: “En un próximo artículo se mirará cómo sectores del movimiento antifascista actual repiten muchos de los errores del pasado, corriendo el riesgo de que se repita el mismo trágico final”. Debido a mil cosas, no he podido escribir el artículo prometido, analizando los movimientos actuales. Habría sido un reto enorme intentar resumir y evaluar las actividades del movimiento antifascista internacional a lo largo de más de treinta años. El libro de Mark Bray, al explicar muchas de sus actividades y argumentos, facilita el trabajo considerablemente. Debido a todo ello, este texto es mitad un cumplimiento parcial del compromiso adquirido hace cuatro años, y mitad una reseña y reflexión sobre el libro de Bray. Lo he escrito expresamente para este libro.*


* Tanto este texto como el que trata los orígenes del movimiento antifa aparecen en el libro El antifascismo del 99%, Ediciones la Tempestad, 2019.


¿Por qué se sigue el modelo de Acción Antifascista?
¿Quién es antifascista?
Antifa como identidad
Acción directa
Las ideas no pararán al fascismo
¿Movimiento amplio o marcas blancas?
A los fascistas les preocupa más el antifascismo unitario que la acción directa
La política internacional antifa
Notas sobre “El manual antifascista”
    Filosofía
    Machismo
    ¿El fascismo es supremacismo blanco?
    Ampliar la mirada
Antifa y la lucha contra el fascismo hoy

Notas
Bibliografía



Con su libro, Antifa: El manual antifascista, Mark Bray ha hecho un gran servicio al recoger testimonios de decenas de militantes y describir muchas actividades del movimiento antifa moderno: digo esto a pesar de las muchas dudas que me provocan sus argumentos. La verdad es que sin quererlo, Bray ha dejado al descubierto —con muchos más ejemplos y detalles de los que yo habría podido recoger— diferentes contradicciones y limitaciones del movimiento antifa:
  • Mucha gente antifa se declara antiautoritaria, pero a veces sus maneras de actuar reflejan una actitud más bien autoritaria.
  • Afirman la necesidad de una ideología anticapitalista para combatir al fascismo, pero la centralidad para la visión antifa de la acción directa callejera —que no depende en absoluto de esta ideología— a menudo atrae a personas, sobre todo hombres, que se interesan más por el combate físico que por las ideas políticas.
  • Muchos grupos antifa tachan de fascistas a diferentes elementos —los partidos institucionales, la policía, el sistema penitenciario, los controles de migración, la LGTBIfobia, el capitalismo en general…— que tienen mucho más peso que los pequeños grupos neonazis, pero la actividad antifa se centra en estos pequeños grupos.
  • La gente antifa se define como un movimiento, y algunas plataformas antifa son muy hostiles hacia los partidos políticos, pero en realidad no son movimientos sociales, sino grupos políticos, con un programa propio.
  • Declaran su deseo de que más gente se sume a la lucha contra la extrema derecha, pero en la práctica ponen muchos obstáculos ante la ampliación del movimiento (en parte debido a los puntos anteriores).
Todas estas contradicciones (y otras) se han revelado en la trayectoria de muchos movimientos antifa y quedan en evidencia en el libro de Bray.

Antes de ir más lejos, debo dejar una cosa muy clara. Las críticas que haré no se deberían leer como un ataque a la gente que ha mostrado muchísima dedicación a la lucha contra el fascismo en diferentes países a lo largo de estas décadas. A menudo han combatido a los grupos neonazis cuando nadie más lo hacía, y han logrado expulsarlos de muchos barrios. Este compromiso y sus logros no se deberían menospreciar.

El argumento que se plantea aquí es que ante una extrema derecha en auge, que abarca muchísimo más que las bandas callejeras de neonazis, hace falta una estrategia muy diferente. Esto lo plantean incluso muchos de los testimonios recogidos por Bray; el problema es que Bray y sus testimonios sólo buscan soluciones dentro del marco ya establecido de acción antifa cuando (en mi opinión) los retos actuales requieren superar este marco. Dicho esto, y como se comentará hacia el final del artículo, las y los activistas con larga experiencia de lucha antifascista serán una parte esencial de los nuevos movimientos que hacen falta.

¿Por qué se sigue el modelo de Acción Antifascista?

El artículo anterior describe el movimiento antifa original, Antifaschistische Aktion, impulsado por el Partido Comunista Alemán (KPD) en 1932-1933. Basta con decir que se estableció Antifa en junio de 1932, supuestamente como un espacio unitario, pero pocos días después la dirección comunista declaró: “Acción antifascista significa una labor incesante para demostrar el papel vergonzoso y traicionero de los dirigentes del SPD [el partido socialdemócrata]… que son los ayudantes directos y sucios del fascismo”. Antifa no fue un movimiento unitario contra el fascismo, sino un instrumento del partido comunista alemán, dirigido tanto contra los nazis como contra los socialdemócratas.

En todo caso, a unos seis meses de la creación de Antifa, Hitler subió al poder, casi sin oposición. El partido comunista insistió en que no había pasado nada, que ya vivían bajo el fascismo antes de Hitler, y que los nazis no cambiaban la situación de manera importante. Su lema era “Después de Hitler, nosotros”. Cuando descubrieron su error, ya era tarde. (Todo esto se explica en Karvala 2015.)

Gran parte de estos problemas son reconocidos por Bray. En su brevísima descripción del movimiento original de Acción Antifa, comenta lo siguiente: “Se daba la bienvenida a los militantes de base del SPD que se quisiesen unir a Acción Antifascista, pero el KPD seguía dando instrucciones a sus miembros de que ‘saboteasen el Frente de Hierro [el movimiento contra el fascismo del SPD] cada vez que tuviesen ocasión’.” (Bray 2018, pp. 53-54). Fue este sectarismo —sin olvidar la política desastrosa del SPD— lo que permitió la victoria del nazismo.

Esto plantea la pregunta de por qué se ha tomado esta estrategia precisamente como el modelo a seguir. Pero esta pregunta casi nunca se plantea, al menos Bray no lo hace. Describe los fallos de la estrategia antifa, pero da por sentado que ésta es la estrategia que se debe seguir: el propio Bray defiende la visión global antifa, la misma que llevó a la derrota.

Al hacerlo, Bray reescribe la historia. Por ejemplo, declara que “la primera vez que se reconoció de manera substantiva el peligro del fascismo fue en el ‘Levantamiento de febrero’ de 1934 [en Viena.]” (Bray 2018, p. 192).

Ya en 1923, la revolucionaria alemana Clara Zetkin escribió:

"En el fascismo el proletariado ha encontrado un enemigo extraordinariamente peligroso. El fascismo es la expresión más directa de la ofensiva general emprendida por la burguesía mundial contra el proletariado. Su derrocamiento es, por tanto, una necesidad absoluta… todo el proletariado debe concentrarse en la lucha contra el fascismo. Será mucho más fácil derrotar al fascismo si estudiamos clara y definidamente su naturaleza. Hasta ahora ha habido ideas extremamente vagas acerca de este asunto, no sólo entre las grandes masas trabajadoras, sino también en el interior de la vanguardia revolucionaria del proletariado y de los comunistas." (Zetkin 1923; el destacado es mío).

Zetkin insiste aquí en que el fascismo representa una amenaza específica e insiste en la unidad de la clase trabajadora para combatirlo, las políticas estalinistas de 1928-1934 rechazaron ambos argumentos.

Trotski, con creciente insistencia, intentó aplicar este argumento a la situación crítica en Alemania a principios de los años treinta del pasado siglo. Escribió en “Por un frente único obrero contra el fascismo (Carta a un obrero comunista alemán, miembro del partido comunista alemán)”: “Si el fascismo llega al poder, pasará como un temible tanque sobre vuestros cráneos y vuestros espinazos. La salvación se encuentra únicamente en una lucha sin cuartel. Sólo la aproximación en la lucha con los obreros socialdemócratas puede aportar la victoria.” (Trotski 1931). El pequeño grupo trotskista en Alemania promovió movimientos de lucha unitaria en este sentido. Tuvieron cierto éxito local pero el KPD respondió con hostilidad y violencia, haciendo todo lo posible para impedir estos esfuerzos (véase artículo anterior). Esta experiencia quedó casi en el olvido durante muchas décadas.[1]

Las razones por las cuales gran parte de la izquierda radical ha adoptado la estrategia desastrosa de Antifa, y no hace caso a los argumentos de Zetkin y sobre todo de Trotski, tienen que ver con la continua influencia del estalinismo en el ideario de la izquierda (Karvala 2012b). La tragedia incluso va más lejos. Cuando se reconocen los errores del sectarismo del modelo Antifa, la alternativa se suele plantear en términos de la otra política desastrosa del estalinismo, el frente popular. Y cuando se hartan de la visión monolítica de uniformidad y sumisión a la burguesía “progresista” que supone el frente popular… vuelven al modelo sectario.

La paradoja es que la visión antifa no es sólo hegemónica entre los grupos ortodoxos comunistas, sino también entre otros sectores de la izquierda radical, como anarquistas, e incluso la mayoría de grupos trotskistas. En todo caso, aquí no se intentará explicar por qué todos estos grupos adoptan un modelo creado por el estalinismo.

Sólo se deja constancia de que existe la pregunta: ¿por qué seguir una estrategia que permitió, casi sin resistencia, la mayor derrota en la historia del movimiento obrero?

¿Quién es antifascista?

Bray advierte, al principio de su libro, contra la idea de que el término “antifascista” se refiera a toda persona que luche contra el fascismo. Insiste en que se debe “entender el antifascismo como un método político, un ámbito de identificación individual y colectiva y un movimiento transnacional [de] corrientes socialistas, anarquistas y comunistas… Esta interpretación política trasciende la dinámica simplificadora que reduce el antifascismo a una mera negación de su oponente…”. Por tanto, explica que su libro se limita a cubrir la “corriente antifascista amplia que surge en la intersección entre las propuestas políticas de las diferentes corrientes socialistas y la estrategia de la acción directa. A menudo, sus integrantes actuales denominan a esta tendencia como ‘antifascismo radical’ en Francia, ‘antifascismo autónomo’ en Alemania y ‘antifascismo militante’…”

Lo deja aún más claro en una nota al pie: “Este libro no cubre organizaciones del movimiento ‘antirracista’ institucional, como SOS Racismo, ni organizaciones antifascistas formales relacionadas con partidos políticos, como la británica Unite Against Fascism”. (Bray 2018, pp. 11-12. No queda claro su motivo por poner “antirracista” entre comillas.)

Este problema de terminología ocurre en muchos ámbitos de lucha social. Comento en otro texto que según una definición “ser feminista simplemente implica estar en contra de la opresión de las mujeres, con lo cual cualquier persona consecuentemente progresista —hombre o mujer— sería feminista”. Sin embargo, el término tiene otra definición, mucho más limitada, según la cual todos los hombres se benefician de oprimir a todas las mujeres, que incluso se definen como una clase: “Con esta variante, no tendría sentido que un hombre se definiese de feminista: estaría actuando contra sus propios intereses” (Karvala 2012a).

El movimiento contra la guerra fue enorme, abarcando a gente de mucho más allá del pacifismo tradicional, pero algunas personas se referían a él como a un gran “movimiento pacifista”. A veces activistas pacifistas gandhianos intentaron imponer su ideología de la no violencia al conjunto del movimiento, por ejemplo, proponiendo que se pusieran condiciones a la solidaridad con la resistencia del pueblo iraquí. Al contabilizar nuestras fuerzas, convenía una definición abierta (“una manifestación pacifista de un millón de personas”); pero en el momento de decidir estrategias, se intentaba utilizar la definición cerrada para imponer una ideología específica sobre el conjunto del movimiento.

Pasa lo mismo aquí. En general, se utiliza la definición excluyente de quien es y no es antifascista; a menudo por defecto, a veces de manera explícita como en el libro de Bray. Pero en algunas circunstancias —por ejemplo, ante un caso grave de represión— se agita un lema como “Todas somos antifascistas”. Incluso se puede convocar una acción con un lema así. Pero casi siempre el discurso que acompaña la acción no es el de “todas”, sino que de nuevo sólo refleja (cierta) minoría radical.

El concepto del “99%” —frente al 1% de la población que controla el mundo— surgió del movimiento Occupy en Estados Unidos (movimiento de donde proviene Mark Bray, por cierto). Hablar del “antifascismo del 99%” implica, por supuesto, cierta exageración, pero da una idea de la intención de crear un movimiento realmente amplio.

La insistencia en el antifascismo revolucionario y anticapitalista también es una declaración de intenciones. Queda claro que, más allá de algunos movimientos tácticos (a los que volveremos), la visión clásica restringe la definición de “antifascista” a un porcentaje muy, muy reducido de la población. Con una población del Estado español de unos cuarenta y seis millones, harían falta 46.000 antifascistas revolucionarios para llegar al 0,1%. La cifra real es probablemente más cercana al 0,01%. Toda la izquierda radical es minoritaria, por supuesto. La cuestión es si reconocemos que actualmente somos una minoría muy pequeña, y que debemos relacionarnos con gente más diversa —de manera abierta y honesta— si queremos llevar a cabo luchas importantes, o bien reforzamos y casi celebramos nuestra posición minoritaria.

Antifa como identidad

El punto anterior tiene que ver con otra cuestión: ¿cuáles son los asuntos que los movimientos antifa sienten más como “propios”?

Bray cita una “guía” para formar un grupo antifascista, publicada por el colectivo estadounidense “It’s Going Down”. Hay que darles crédito por haberse esforzado en publicar una edición en castellano (una creciente parte de la población estadounidense tiene el castellano como primer idioma). El apartado “Obligaciones” consiste en cuatro puntos. Uno de ellos es “Apoyar a otros antifascistas que son atacados por fascistas o arrestados por actividades relacionadas con antifa” (It’s Going Down, 2017).

Hay que preguntarse, ¿por qué acotarlo de esta manera, diciendo “apoyar a otros antifascistas que son atacados por fascistas”? Ya sabemos que el término “antifascistas” no se aplica a cualquier persona por el mero hecho de estar en contra el fascismo, con lo cual es una fuerte restricción. Se pensaría que es un error, que se apoyaría por igual a cualquier víctima de agresiones fascistas. En la práctica, los grupos antifa sí que rechazan cualquier agresión fascista, pero no deja de ser verdad que el rechazo suele ser más fuerte si sienten que la víctima de la agresión es “uno de los suyos”.

En enero de 2013, neonazis de Amanecer Dorado asesinaron en Atenas al joven trabajador pakistaní, Shehzad Luqman. El movimiento unitario KEERFA, que cuenta con la Comunidad Pakistaní de Grecia como importante entidad adherida, reaccionó con protestas. Sin embargo, el asesinato no provocó mucha reacción por parte del movimiento antifa ni, en verdad, del resto de los movimientos sociales o de la izquierda. En cambio, el asesinato de Pavlos Fyssas en septiembre de 2013 —ni más ni menos trágico que el de Luqman— desató una ola de protestas que ya no sólo implicó a KEERFA, sino también a los sindicatos y al movimiento antifa. Es que Pavlos Fyssas era un conocido rapero, asociado con la lucha antifa.

Thanasis Kampagiannis, abogado de la acusación popular contra Amanecer Dorado que impulsa KEERFA, dijo: “Tenemos claro que sólo hemos conseguido este juicio, y podemos participar en él, gracias a la movilización social tras el asesinato de Pavlos Fyssas” (La Directa, 23 de octubre de 2014). Por supuesto es positivo que hubiera movilizaciones masivas tras el asesinato de Fyssas: el juicio, que sigue hasta hoy, ha contribuido a debilitar a la organización neonazi. Pero no se puede evitar la pregunta: ¿por qué el conjunto de los movimientos —y sobre todo el movimiento antifa, que se supone que se especializa en este tema— no reaccionó de manera igual ocho meses antes? Será que la condición mencionada en la “guía antifascista” sí influye.

Houria Bouteldja explica otro ejemplo del mismo doble rasero:

"El pasado mes de junio, ocurrieron en los suburbios de París una serie de agresiones contra mujeres con hiyab por parte de algunos grupos de extrema derecha que suscitaron muy pocas reacciones; sólo fueron atacadas las mujeres y una de ellas incluso perdió a su bebé. Los antifascistas apenas reaccionaron; sólo lo hicieron una pequeña parte de las feministas. En el mismo periodo, un joven antifascista blanco, Clément Méric, fue agredido y asesinado por esos mismos grupos de extrema derecha. La reacción fue inmediata y la emoción pronto alcanzó una dimensión nacional. Es cierto que se trataba de un asesinato. Aquí no pretendo poner en duda la legitimidad de la rabia que se apoderó de los movimientos antifascistas. Sin embargo, se constató que, mientras los círculos de izquierda, antifascistas y antirracistas se movilizaron fuertemente para protestar contra el asesinato de Clément Méric en todas las grandes ciudades francesas, estuvieron terriblemente ausentes en las protestas organizadas por los musulmanes. Es un hecho amargo, pero no es nuevo." (Bouteldja 2014)

Hay que contrastar estos hechos con las exigencias expresadas por Lenin hace más de un siglo (combatía una visión estrechamente económica de la lucha), de que hacía falta “reaccionar ante toda manifestación de arbitrariedad de opresión, dondequiera que se produzca y cualquiera que sea el sector o la clase social a que afecte” (Lenin 1902).

Finalmente, consideramos la segunda parte de la frase de la guía: “Apoyar a otros antifascistas que son… arrestados por actividades relacionadas con antifa”. A veces la condición expresada aquí (en cursiva) no se aplica; parece que cualquier detención de un activista antifa empuje al movimiento a movilizarse en su apoyo, sea o no un asunto relacionado con la lucha contra la extrema derecha. Algunas plataformas antifa dedican más tiempo a protestar contra la represión que ellos mismos sufren que a combatir a los grupos fascistas.

Hay que insistir, no se puede generalizar y en el movimiento antifa hay muchas personas muy comprometidas con la lucha contra el fascismo. Pero no se puede negar que también existe, entre algunos activistas antifa, esta tendencia a entender el antifascismo como “cualquier cosa que haga un militante antifa”, no como “cualquier persona que luche contra el fascismo”. Y esto fluye de la definición de antifascismo defendido por Bray y por mucha gente en el movimiento.

Acción directa

La “acción directa” ocupa un lugar clave en el ideario del movimiento antifa, y Bray incluye “la estrategia de la acción directa” en su definición de antifascismo (Bray 2018, p. 12.).

De hecho, la “acción directa” no es una estrategia, sino una táctica, al mismo nivel que colgar carteles, repartir octavillas, organizar manifestaciones o actos públicos, etc. Son todas acciones puntuales que deberían formar parte de una estrategia global respecto a cómo avanzar. Quizá éste es el primer aviso; es un grave error asumir como una orientación general lo que no pasa de ser una de las posibles acciones útiles en un momento u otro.

Se suele insistir en la combinación de acción directa e ideología anticapitalista o revolucionaria, pero en realidad la lucha callejera contra el fascismo no necesariamente va ligada a la oposición al capitalismo.

Un excelente ejemplo del antifascismo centrado en la acción directa fue el 43 Group (“grupo de 43”), formado en Londres justo después de la Segunda Guerra Mundial, ante el resurgimiento del fascismo en Gran Bretaña. Se dedicó a sabotear, mediante la violencia, los actos fascistas. Tuvo comandos de activistas en guardia día y noche, para responder a las llamadas de una red de taxistas que les informaban de mítines fascistas e incluso los llevaban hasta allí. Al llegar, utilizaban tácticas casi militares para atacar a los organizadores, derribar la tarima y terminar la reunión (Gould 2009). Otra fuente explica que “armados con palos, navajas, ladrillos, puños americanos, botellas rotas, cuchillos y todo menos pistolas y bombas, el Grupo de 43 rastreó reuniones fascistas para aplastarlos.” (Roberts 2008). El 43 Group estaba formado principalmente por ex soldados judíos; los comandos incluían a ex marines, paracaidistas etc. Lejos de ser anticapitalistas, algunos integrantes del 43 Group eran sionistas y se fueron a Palestina para integrarse en grupos terroristas y luchar a favor de la creación del Estado israelí (Silver 2002).

Bray habla animadamente de este grupo, que describe como una “organización antifascista militante” (Bray 2018, pp. 69-75). Esto a pesar de que, al carecer de ideología anticapitalista, el grupo incumplía la propia definición de Bray. Para el mismo 43 Group, la falta de ideología revolucionaria claramente no supuso un obstáculo. ¿No demuestra que este criterio no tiene sentido? Es que si la clave es la acción directa, es decir, ataques físicos (argumento que no lo comparto como regla general), la ideología anticapitalista realmente es irrelevante. La excepcional efectividad de este grupo, en comparación con muchos otros ejemplos de acción directa, refleja la composición del grupo, como ex soldados con experiencia de guerra y con disciplina militar. Además, en Gran Bretaña justo después de la guerra, el hecho de ser ex soldados les daba una relativa protección ante la policía que no tendría hoy un grupo antifa normal. El 43 Group cumplió su función en ese momento, pero no es un ejemplo extrapolable.

La “guía antifascista” citada arriba, a la vez que da consejos sobre el uso de armas de fuego, advierte:

"Tenga cuidado con las personas que sólo quieren pelear. La confrontación física y la defensa contra los fascistas es una parte necesaria del trabajo antifascista, pero no es la única, ni siquiera necesariamente, la parte más importante. Una postura machista y un énfasis excesivo en andar peleando, y en el combate físico pueden ser imprudentes, no estratégicos, e innecesariamente peligrosos para su grupo." (It’s Going Down, 2017).

Lo más importante son los problemas políticos asociados a esta táctica. Un activista sueco explicó (¡desde la cárcel!):

"Creo que el antifascismo en Suecia se encuentra en un callejón sin salida. Creo que debemos desarrollar métodos nuevos. Nos quedamos atascados en algún momento entre 2005 y 2010. Vimos que la violencia podía ser eficaz y nos encerramos en esa rutina […] [Los fascistas] pasaron a otros ámbitos, pero nosotros seguimos empeñados en hacer lo mismo. Las tácticas violentas no funcionan en todos los casos. La fuerza sigue siendo una opción, pero sólo debería usarse cuando sea necesaria. Teníamos que reestructurarnos e inventar nuevas maneras de enfrentarnos a ellos. Pero no lo hicimos, así que ahora da la impresión de que nos estamos quedando atrás. Nos llevan la delantera y nosotros vamos a la zaga" (Bray 2018, p. 138).

Un activista alemán lo dijo más claramente:

"las tácticas “militantes” no sirven para enfrentarse a manifestaciones de 15.000 personas en Dresde o a un partido que obtiene el 20% del voto" (Bray 2018, p. 126).

Por suerte, precisamente en Dresde se aplicaron con éxito, a partir de 2010, otras tácticas muy diferentes: los bloqueos ciudadanos impulsados por un movimiento unitario que incluía a sindicatos, Die Linke, el SPD… (Schnell 2010). Este movimiento por tanto queda totalmente fuera de la definición de Bray del antifascismo.

Una actividad centrada en el combate en la calle tiene un problema fundamental respecto a quién es el sujeto del cambio. Convierte a la mayoría de la gente en espectadores, observando pasivamente a la minoría combativa que actúa —presuntamente— en nombre de ellos. Bray cita estas palabras de un activista estadounidense, partidario de un movimiento más amplio:

"No todas las personas que se consideran antifascistas van a poder encapucharse y salir a romper cosas. Tiene que haber tareas que puedan hacer las personas mayores o los discapacitados, que no van a poder hacer trabajo de calle" (Bray 2018, p. 173).

Esta visión del núcleo duro antifascista dispuesto a “encapucharse y romper cosas”, frente a “las personas mayores o discapacitadas” para las que hay que buscar “otras tareas”, deja claro el elitismo implícito en centrar la lucha en el combate callejero. Además, en una sociedad en la que la fuerza y la violencia físicas se asocian a la masculinidad, el énfasis en la lucha callejera a menudo alimenta actitudes machistas dentro de los movimientos antifascistas; algo reconocido por varios de los testimonios en el libro de Bray y también mencionado en la guía antifa citada arriba.

En todo caso, para combatir una extrema derecha en auge, que crece principalmente mediante métodos electorales, hacen falta estrategias muy diferentes, en las que la lucha física no es en absoluto el eje central.

Las ideas no pararán al fascismo

A menudo se cita al dramaturgo marxista alemán, Bertolt Brecht: “¿De qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina?”. Por supuesto que la izquierda radical debe “condenar” y combatir el capitalismo. El problema es que la condena en sí no cambia las cosas. Lo veremos más claramente si consideramos otra lucha.

En 2003, ante la amenaza de la guerra en Irak, se construyeron movimientos masivos y unitarios en su contra, con la histórica manifestación de más de treinta y cinco millones de personas en todo el mundo el 15 de febrero de 2003. No se logró parar la guerra, pero a medio plazo, tuvo importantes efectos. Al año siguiente, por ejemplo, se retiraron las tropas españolas, y más recientemente el gobierno británico tuvo que rechazar una propuesta estadounidense de atacar Siria, por miedo a que se repitiesen aquellas movilizaciones. El punto es que en 2003, también había sectores que insistían en la conexión entre la guerra y el capitalismo (en esto tenían razón) y argumentaban que no se podía luchar contra la guerra si no se luchaba también contra el capitalismo (y aquí se confundían totalmente). El impacto del movimiento antiguerra se debió a que fue tan grande y amplio; no se limitó a la izquierda radical.

El argumento “anticapitalista” en efecto implica que lo que cambia las cosas no es la movilización de muchas personas, sino las ideas (las teorías acerca de la conexión entre la guerra o el fascismo y el capitalismo) en las cabezas de unas pocas personas. En términos filosóficos, es una visión idealista; la creencia que las ideas de por sí determinan lo que pasa en el mundo.

Los análisis acerca del origen de la guerra, y del fascismo, son importantes, y pueden ayudar a orientar a las personas que compartimos estos análisis. Nos ayudan a entender por qué las luchas contra el fascismo (y también contra la guerra) no deberían depender de burgueses liberales, porque a fin de cuentas sus intereses les llevan en otra dirección. Pero la alternativa debe ser un movimiento basado, no en el 0,01% anticapitalista, sino en la gente trabajadora en general. Y como sabemos, actualmente, la gran mayoría de la clase trabajadora no es revolucionaria ni anticapitalista.

Paradójicamente, mientras algunos activistas antifascistas afirman su identidad con camisetas con el lema “Working Class Pride” y cosas por el estilo, son los movimientos unitarios contra el fascismo los que realmente abarcan a una mayor parte de la clase trabajadora real.

¿Movimiento amplio o marcas blancas?

Hacia el final de su libro, Bray describe cada vez más casos donde el éxito de las movilizaciones depende de implicar a gente más diversa, de más allá del “antifascismo militante” (véase por ejemplo pp. 253-254). Muchos de los testimonios que cita lo reconocen. Esto es positivo, el problema es cómo se plantea esta ampliación y cuál es la relación entre la minoría más radical y el resto de la gente.

Bray describe un modelo de círculos concéntricos: “el primer nivel de organización es el ‘grupo de militantes’. El segundo es el ‘colectivo antifascista’, como Vigilancia 69 de Lyon o el Comité Antifa de St. Étienne. Reúne a activistas sindicales y comunitarios. Los militantes de Toulouse están ‘experimentando’ en este momento con un tercer nivel, ‘la asamblea antifascista’. En ella se juntan organizaciones de izquierda con colectivos del movimiento” (Bray 2018, p. 266).

La existencia de diferentes tipos de espacio no debe representar en sí problema alguno. La militancia de un grupo marxista revolucionario se organiza por su cuenta para decidir sus propios análisis y estrategias, y luego participa en espacios más amplios (una asamblea sindical, movimiento social, coalición electoral…) donde explica sus propuestas e intenta convencer al resto de la gente de su valor. La clave es que los movimientos sean realmente democráticos, transparentes e independientes.

Así que se plantean diversas preguntas. ¿El modelo descrito anteriormente implica que los espacios más amplios realmente toman sus propias decisiones, como movimientos plurales y autónomos? ¿O los círculos más amplios son más bien correas de transmisión para el núcleo central de militantes? ¿Los y las militantes del “colectivo antifascista” saben de la existencia del grupo más reducido? ¿En base a qué se distingue entre las personas que pertenecen a uno u otro nivel? Etcétera.

La visión expuesta aquí suena a lo que proponía el anarquista ruso Bakunin. En público denunciaba el “autoritarismo”: en privado defendía “la dictadura colectiva e invisible de los aliados… dictadura que será tanto más saludable y poderosa cuanto menos se revista de poder oficial y cuanto menos ostensible sea su carácter” (Bakunin, carta de 1 de abril de 1870, en Ribeille [ed.] 1978, p. 71).

En su “Catecismo revolucionario”, Bakunin declaró:[2]

"Todo militante revolucionario debe disponer de algunos revolucionarios de segundo o tercer orden, es decir, de aquellos que no están del todo iniciados; debe considerarlos como parte del capital común puesto a su disposición. Debe gestionar su parte del capital con mesura y sacarle el máximo de beneficio" (Alcalde 2008).

Volviendo a la actualidad, Bray cita, como ejemplos de los círculos concéntricos, algunos casos del Estado español, como la iniciativa de “Madrid Para Todas”. De esto dice que es una “gran reunión de asambleas vecinales”, y en su manifestación del 21 de mayo de 2017 sí movilizó a mucha más gente de la que suele participa en las acciones de la Coordinadora Antifascista de Madrid. Se presentó como un espacio plural y amplio. Pero en su Twitter, por ejemplo, se describe como “Espacio de confluencia de varias organizaciones anticapitalistas que luchan contra el racismo y el machismo” (@MadridParaTodas, el destacado es mío). Si incluso el mejor ejemplo de “espacio más amplio” que conoce sigue restringiéndose a gente anticapitalista, es obvio que hay límites a esa amplitud. (En la lista de grupos adheridos, tampoco consta ninguna organización de gente negra o migrada, ni ningún grupo LGTBI.) En todo caso, parece que Madrid Para Todas dejó de funcionar hace un par de años.

Esta situación ya viene sugerida en el libro de Bray: “de un modo u otro, los militantes creen que lograr un apoyo popular importante debe darse a partir de las propuestas políticas y de la acción del antifascismo, no al revés” (Bray 2018, pp. 270-271). Es decir, cualquier unidad requeriría que el resto de la gente aceptase la política decidida internamente por los núcleos de militantes antifascistas.

En cambio, en Unitat Contra el Feixisme i el Racisme, asociaciones vecinales, organizaciones de gente migrada, partidos, sindicatos, etc., participan en condiciones de igualdad al lado de activistas de grupos antifascistas y anticapitalistas. Nadie tiene derecho a imponer condiciones; las estrategias se acuerdan por amplio consenso, sobre la única base de la lucha unitaria contra el fascismo y el racismo. A veces aparecen tensiones, por ejemplo, cuando entra gente nueva que está acostumbrada a espacios mucho más homogéneos en los que todo el mundo asume su propia visión política.

Los intentos de grupos antifa de crear espacios más amplios sólo podrán funcionar si rompen con la lógica de identificar el antifascismo como “anticapitalismo más acción directa”; en este caso se acercarían al modelo de lucha unitaria. Si no se hace esto, la amplitud es una ficción.

A los fascistas les preocupa más el antifascismo unitario que la acción directa

En noviembre de 2015 se celebró un acto de presentación de UCFR en Madrid. Tristemente, hasta ahora, el modelo unitario sigue sin cuajar en la capital española.

Lo sorprendente es la alarma desatada entre sectores de la extrema derecha ante la posible llegada a Madrid de UCFR. Un grupo neonazi ofreció su análisis a sus seguidores. Del antifascismo clásico dijo: “Su culto al odio y la simple acción directa, sin objetivos ni doctrina, les hizo ser presa de colectivos muy violentos e indisciplinados... [de] colectivos autónomos sin programa ideológico, más próximos a una tribu urbana o de fútbol que a una organización política”. Habló de un movimiento antifascista “desgastado por las acciones estúpidas sin objetivos de los radicales que nunca han pasado de dar palizas y quemar contenedores, pero sin resultados políticos”. Por supuesto, mezclan algunas observaciones que tienen cierta base e insultos; son neonazis, después de todo.

Lo que dicen de UCFR también mezcla elementos de la verdad con distorsiones, pero de nuevo es interesante leer lo que piensan: “UCFR… no duda en unirse a liberales o socialdemócratas en movilizaciones contra organizaciones patriotas, muy al estilo de las organizaciones alemanas o anglosajonas… Por lo que si el antifascismo violento no ha servido para detener nuestras actividades, ahora lo pretenden complementar con un antifascismo institucional ‘no violento’, pero no por ello menos peligroso y efectivo. Por lo que el siguiente paso lo veremos con el cierre de más espacios sociales en librerías y tiendas, como ya ocurre en Cataluña... Por lo que estamos seguros que estos nuevos obstáculos van a cambiar nuestra forma de hacer política en nuestras organizaciones... Es hora de ponerse las pilas y empezar a trabajar más con la cabeza y no con el corazón”.[3]

El punto clave es que a los propios fascistas les preocupa más un movimiento unitario capaz de ejercer presión social y política, que la acción minoritaria en la calle. Es un factor a tener en cuenta.

La política internacional antifa

El fascismo se organiza cada vez más a nivel internacional. Para ser efectiva, la lucha contra el fascismo también necesita una visión global. Sin embargo, el movimiento antifa ha asumido algunas actitudes muy cuestionables en relación con la política internacional.

Una de sus causas favoritas es la de Donbass, el territorio del este de Ucrania en conflicto con el gobierno central. Se ha definido el conflicto con Kiev —donde la extrema derecha sí es muy fuerte— como una lucha antifascista e incluso se habla de “brigadas internacionales”. El problema es que también hay fascistas en Donbass: la lucha contra Kiev incluye fuertes componentes de nacionalismo ruso, incluyendo a neonazis rusos, y tiene el apoyo de gran parte del fascismo europeo.

Un informe en Gara (7 de diciembre de 2014) encontró, dentro de las milicias pro Donbass, a ex miembros de la Legión Extranjera francesa, incluyendo a voluntarios franceses y serbios de extrema derecha; militantes panrusos, con simbología de extrema derecha; y el batallón Vostok, cuyos símbolos mezclan la bandera soviética y la zarista. Las milicias también han incluido a comunistas del Estado español: la página web de la Coordinadora Antifascista de Madrid publicó (23 de agosto de 2014) un comunicado desde Donetsk firmado por “Brigada Internacional Carlos Palomino”, mientras que dos comunistas españoles luchan en el batallón Vostok (El Mundo, 10 de agosto de 2014).

No se trata de apoyar al bando de Kiev, sino de señalar una fuerte contradicción. En Europa Occidental, el “antifascismo militante” se niega a oponerse al fascismo de la mano de partidos reformistas o sindicatos mayoritarios, pero en Donbass luchan, literalmente codo con codo, al lado de la extrema derecha. (Para más sobre este tema ver el artículo “Ucrania: contra el fascismo bajo todas las banderas”, arriba.)

Se encuentran más contradicciones en el caso de Rojava, la zona kurda del Estado sirio. Según Bray, en el movimiento antifa: “independientemente de las opiniones políticas… todos consideran fascistas al Daesh y al presidente turco Erdogan y creen que la defensa de la revolución en Rojava es una lucha antifascista” (Bray 2018, p. 184). De hecho, mientras aún existía, en mayo de 2016, el “espacio amplio” de Madrid Para Todas organizó una charla titulada “El fascismo y el Daesh: armas del sionismo y del imperialismo”. No se trata de minimizar los terribles actos ni de Erdogan ni de Daesh, pero es muy simplista etiquetarlos de “fascistas”. El gobierno autoritario de Erdogan forma parte de un cuadro político muy complejo en Turquía (véase Karakaş 2016).

Daesh, por su parte, es un resultado de la destrucción de la región impulsada, primero, por la ocupación estadounidense de Irak, y luego por la guerra contra el pueblo sirio de Bashar al-Assad. No es equiparable al fascismo; no por ser mejor o peor, sino simplemente por ser un fenómeno diferente que requiere de respuestas diferentes.[4] Lo más curioso es que entre las milicias que luchan contra Daesh, encontramos de nuevo una colaboración de comunistas y fascistas, a la que se suman anarquistas. Basta con leer los títulos de algunos reportajes de prensa: “La ultraderecha española quiere renacer con una ‘cruzada’ contra el ISIS” (elconfidencial.com, 19 de agosto de 2016); “Abertzales, anarquistas, falangistas y estalinistas españoles luchan juntos en Siria” (publico.es, 28 de octubre de 2018). (Para un análisis de los orígenes de Daesh, véase Bragulat Vallverdú 2016).

No es el lugar para estudiarlo, pero lo cierto es que en su visión geoestratégica, hay muchos paralelismos entre algunos estalinistas antifa y el fascismo: ambos comparten las mismas obsesiones con el multimillonario (judío) George Soros, ven conspiraciones por todas partes, y apoyan al imperialismo ruso frente al imperialismo estadounidense. Y ambos comparten una actitud fuertemente islamófoba; militantes de uno y otro sector llevan la misma pegatina, “FCK ISIS”. Por supuesto que ISIS o Daesh no representa el islam, pero el rechazo al “islamofascismo” o “islam radical” a menudo repercute contra la gente musulmana en general. Todo esto debería preocupar mucho al movimiento antifascista, pero no parece que sea así.

Notas sobre “El manual antifascista”

Este texto no se plantea como una reseña del libro, pero aprovecho para hacer algunos comentarios generales al respecto.

Con el subtítulo, “El manual antifascista”, Mark Bray puso el listón muy alto. Es un objetivo muy ambicioso, que para mí sólo lo consigue a medias. Como he dicho al principio, al recoger una variedad de testimonios, ha hecho un trabajo periodístico importante. Sin embargo, los testimonios plantean muchas dudas, aunque Bray no ofrece un análisis sólido de ellas. A esto volveré.

Filosofía

Para ser un libro que pretende resumir varias décadas de la lucha antifascista internacional, dedica un espacio exagerado (26 páginas; ¡casi el diez por ciento del libro!) a un trato bastante filosófico y abstracto de los debates actuales en Estados Unidos acerca de la libertad de expresión y “No platform”: el argumento de que no debería haber espacio público para el fascismo. Después, a lo largo de casi treinta páginas más, hay algo parecido respecto a la violencia y la no violencia.

La manera de plantear estos debates refleja la separación entre la pequeña minoría del movimiento antifa y el resto de la gente. ¿Podemos justificar nuestras acciones en términos éticos? ¿Qué podemos hacer para que más gente entienda y apoye nuestras acciones? Etcétera. Sin embargo, un movimiento basado en la mayoría puede tratar estos temas de manera práctica. Unite Against Fascism —la plataforma unitaria contra la extrema derecha en Gran Bretaña de la que Bray no quería hablar— tiene la negación de espacios públicos al fascismo como una posición de consenso desde sus inicios. El movimiento amplio en Catalunya, UCFR —cuya misma existencia Bray parece desconocer— hace años acordó una declaración en el mismo sentido: “No queremos fascistas en las tertulias” (UCFR 2011).

Llegado el momento, la cuestión de la fuerza física debería tratarse de la misma manera concreta. Ante una sublevación como la de Franco, ¿es correcto luchar con todas las armas disponibles? Por supuesto que sí, y en una situación así no sólo luchan unos grupos reducidos. Ante el crecimiento electoral de la extrema derecha, sin embargo, las armas no sirven; hacen falta otros métodos. En resumen, estas cuestiones no se resuelven con reflexiones éticas abstractas, sino mediante el debate colectivo en un movimiento amplio, ante un problema concreto.

Machismo

Tras las sesenta páginas dedicadas a debates filosóficos, Bray despacha el problema del machismo en el movimiento antifa en tan sólo tres páginas. Como se ve de los comentarios que cita y como evidencian varios debates recientes en los movimientos antifa, es un problema muy real. Daría para bastante análisis; ya se ha hecho una breve mención y éste no es el sitio para hacerle justicia al tema, pero alguna cosa más se debería decir.

Tiene razón la activista antifa citada por Bray que denuncia cierto “esencialismo de género” al asociar la acción directa con la masculinidad (Bray 2018, p. 260). Es un error típico (del que también soy culpable) el quejarse del “exceso de testosterona” en ciertas acciones; en realidad no es un tema biológico sino social. Pero es cierto que en esta sociedad hay formas de actuar que vienen más asociadas con lo “macho” y que —como se reconoce bastante ampliamente en el movimiento antifa— el hecho de promover acciones muy centradas en el choque físico, ha contribuido a desarrollar ambientes machistas en algunos grupos antifa. Esto está relacionado con un problema político más general de tratos autoritarios y elitistas, tanto hacia el exterior como el interior del propio movimiento antifa.

Mi opinión es que los problemas de este tipo son fruto de una visión política centrada en la acción de una minoría; una vez que se acepta esto, el hecho de menospreciar a otra gente se puede ver como mala educación, pero no dañino para el proyecto político. En cambio, para una estrategia basada en un movimiento amplio, en la participación activa, consciente y entusiasta de mujeres y hombres, de personas de diferentes orientaciones sexuales, de diferentes orígenes…, el respecto hacia la gente es imprescindible, no sólo en términos humanos, sino también políticos. Si “ya sabes lo que hay que hacer y sólo necesitas que lo hagan”, puedes pensar que gritar o insultar son métodos adecuados (como ocurre en el ejército, a juzgar por las películas). En cambio, si el éxito del movimiento depende de la iniciativa y las ideas de todo el mundo, entonces actuar como un suboficial militar no sólo es desagradable; es que es contraproducente.

Todo esto no se resuelve con documentos en los que movimiento antifa X se declara “feminista”. Como digo, creo que surge de algo fundamental en la estrategia antifa, una estrategia defendida y reafirmada por Bray.

Citaré unos detalles a modo de comparación. Ahora mientras escribo, estamos preparando una manifestación importante de UCFR; la pusimos como un evento en Facebook para difundir la convocatoria. Hasta aquí al menos es un éxito. En los primeros diez días unas cincuenta mil personas habían visto la convocatoria. Facebook calcula que el 59% son mujeres y el 41% hombres. Dos mil personas respondieron, diciendo que irían a la mani o les interesaba; de éstas, el 67% son mujeres y el 33% hombres. Estas cifras reflejan una realidad general de UCFR: es un espacio con una fuerte participación femenina. Nadie puede decir lo mismo del movimiento clásico antifa. El tema se merece más reflexión…y quizá se merecía más de tres páginas en “El manual antifa”.

¿El fascismo es supremacismo blanco?

Bray a menudo equipara el fascismo y el supremacismo blanco (por ejemplo, Bray 2018, pp. 14-15). Aquí refleja la experiencia específica de Estados Unidos, donde es una simplificación comprensible. Pero revela una tendencia problemática —de nuevo— al presentar unas experiencias de su parte del mundo como si fueran de validez universal.

En India, por ejemplo, existe el Bharatiya Janata Party (BJP), de extrema derecha populista y nacionalista hindú, que tiene como aliados a grupos que se podrían definir de fascistas: Shiv Sena y RSS, organizaciones ultras implicadas en pogromos contra la población musulmana (véase el análisis matizado del tema en Harman 2004).

En Oriente Medio, también hay partidos de inspiración fascista. La Falange Libanesa se fundó en 1936, inspirada en la Alemania nazi, la Falange Española y el fascismo italiano: tenían camisas marrones, saludo hitleriano y lo demás. En las últimas décadas ha pasado por cambios importantes y escisiones, pero en 1982 la Falange Libanesa llevó a cabo la masacre de quizá dos mil personas en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila en Beirut.

El Partido Nacional Socialista Sirio (PNSS) existe tanto en Siria como en el Líbano. Prefieren traducir su nombre como “Partido Social Nacionalista Sirio” y dan la impresión de que realmente forma parte de una izquierda nacionalista árabe. Sin embargo, un amigo mío, un socialista gay libanés que fue brutalmente asaltado en Beirut por militantes de este partido, me afirmó que realmente “son neonazis”. El PNSS colaboraba con el grupo neonazi español MSR.[5]

Y ahora la extrema derecha crece en diferentes países de América Latina.

No se trata de exigirle a Bray que escriba sobre todos estos ejemplos, sólo que reconozca que sus comentarios sólo se aplican a un contexto y un momento específicos. La mayoría de la población mundial no es blanca, pero una formación fascista puede surgir en cualquier país capitalista —es decir, en cualquier país del mundo— sin importar el color de la piel. Por tanto, equiparar el fascismo al supremacismo blanco es minimizar el problema.

Por otro lado, hay que evitar el uso frívolo del término “fascista”, aplicándolo a fenómenos muy diferentes, porque lleva a peligrosas confusiones.

Es que, tras insistir tanto en la relación entre fascismo y supremacismo blanco, Bray acepta sin cuestionárselo que Daesh y el presidente Erdogan son fascistas. No perdamos el tiempo intentando encuadrar el islam político violento de Siria e Irak o al presidente islamista turco dentro una definición de “blancos”. Es un ejemplo más de cómo Bray hace afirmaciones y presenta definiciones en un lugar… para luego ignorarlas completamente en otro.

Ampliar la mirada

Quizá el problema fundamental es algo ya comentado. Al principio del libro, Bray excluye de su análisis a los movimientos unitarios contra el fascismo, limitándose al “antifascismo militante”. Así que cuando trata problemas endémicos del movimiento antifa como son el aislamiento y la criminalización, ya ha descartado lo que al menos se podría considerar como una posible solución: genuinamente ampliar el movimiento, más allá de los sectores de la izquierda radical que actualmente lo conforman.

Sí que habla de una cierta “ampliación”, pero la limita a personas que acepten la visión del antifascismo militante. Esto no sirve: el problema aparece porque es precisamente una minoría muy reducida la que se identifica de este modo.

Bray señala algunos éxitos locales, en cosas puntuales, pero incluso aquí, muchas de las victorias se produjeron cuando los movimientos antifa realizaron acciones no basadas en el anticapitalismo y la acción directa. Cita un ejemplo que ilustra bastantes cosas. Un grupo antifa estaba organizando una manifestación contra un acto neonazi. Durante el debate una activista, Maya, “propuso hacer una performance, en vez de tener un enfrentamiento directo”. Ante esto, “algunos de los varones en el colectivo consideraron que la idea era ‘ridícula’”. Por suerte la activista ganó el debate. Lograron unir a treinta y cinco antifascistas, junto a gente local. “El ruido de los tambores y los cánticos de los antifascistas ahogaron el sistema de sonido de los neonazis. De ese modo ‘no se pudo escuchar su mensaje’. Maya recuerda esta ocasión con orgullo. Se consiguió ‘impedir el acto de un modo que las personas más moderadas pueden apoyar’” (Bray 2018, pp. 252-253). Bray aprovecha la anécdota para reflexionar acerca del uso de sonido en protestas contra el fascismo, pero esto es lo de menos. Por un lado, se ve de nuevo el aspecto de género. Por otro, el éxito fue fruto de estrategias “que las personas más moderadas pueden apoyar”, en palabras de Maya. ¿Dónde queda la insistencia de Bray en que el “apoyo popular importante debe darse a partir de las propuestas políticas y de la acción del antifascismo” (un antifascismo basado, no olvidemos, en el anticapitalismo y la acción directa)? Fue la ausencia de estos factores “esenciales” la que permitió el éxito de esta acción.

Hay que insistir, muchos de los éxitos que cita y celebra Bray —tanto ejemplos locales como éste o luchas más amplias, como Cable Street o la Anti Nazi League— fueron fruto de movilizaciones que no cumplían su definición de “antifascismo militante”. Pero Bray parece ser totalmente inconsciente de esta contradicción. Me temo que su libro, útil por los testimonios que recoge, sufre de una combinación de prisas y falta de coherencia, rigor y análisis.

Antifa y la lucha contra el fascismo hoy

Como se comenta a lo largo de este libro, la extrema derecha está creciendo en casi todo el planeta. Y el argumento central planteado aquí es la necesidad de una lucha unitaria para pararla; no basta con el movimiento antifa y las tácticas que ha aplicado (a veces con éxito) contra grupos reducidos y locales de neonazis, como tampoco basta con la actividad institucional de los partidos de izquierdas, ni con los proyectos de las ONGs.

Por si hace falta insistir más, miremos Francia: existen muchos grupos antifa; la izquierda ha tenido bastante éxito electoral y en algunas elecciones la izquierda radical incluso ha conseguido millones de votos; hay diversas ONGs antirracistas y SOS Racisme nació en Francia. Pero el Front National de Marine Le Pen está donde está. Lo que no se ha creado en Francia es un movimiento unitario sostenido.

Si se insiste en la necesidad de un movimiento unitario, ¿se está diciendo que los y las activistas del antifascismo radical ya no tienen nada que hacer? En absoluto.

Si miramos la experiencia de UCFR Catalunya, vemos que activistas provenientes del antifascismo radical siempre han estado presentes. Media docena de las veinticinco personas que firmaron la declaración inicial de UCFR venían de este ámbito.[6] Los primeros grupos locales de UCFR los impulsaron (implicando a otra gente) activistas antifas, como UCFR Osona, iniciado por activistas de la Coordinadora Antifeixista d’Osona, que se habían cansado de ser un grupo reducido frente a un Plataforma per Catalunya en auge. Con el tiempo, cada vez más activistas antifa se han convencido del valor de UCFR.

Lo importante es ver que los proyectos no tienen por qué chocar entre sí, de la misma manera que no hay conflicto alguno entre pertenecer a un partido o sindicato y ser activista de UCFR. Si se acepta la definición de una plataforma antifa como revolucionaria y anticapitalista, en realidad es más un espacio político que un movimiento social. Tiene el mismo motivo y derecho a existir que cualquier otro grupo político. Lo que no puede hacer es exigir que todo el mundo asuma su visión política como condición para poder participar en las luchas contra la extrema derecha, ni mucho menos en las luchas contra el racismo.

La solución para que una plataforma antifa pueda mantener su propia posición política sin concesiones, a la vez que colaborar en condiciones de igualdad con gente más diversa, es un movimiento unitario en el que ni la gente anticapitalista ni la gente más moderada tenga que abandonar su propia visión. Simplemente se colabora en la lucha concreta contra el fascismo, sin más.

Si se acepta esta solución, los y las activistas provenientes del antifascismo radical pueden jugar un papel muy importante. En muchos barrios o pueblos, serán éstas las primeras personas en darse cuenta del resurgimiento de los fascistas; serán éstas las primeras personas en darse cuenta de que hace falta una respuesta y que tengan la disposición para iniciarla.

A menudo, los grupos antifa ya conocen a los diferentes activistas de extrema derecha presentes en su territorio; esto puede ser muy útil para identificar a individuos destacados en una manifestación ultra o en una parada de VOX. (Hay que decir también que esto puede conllevar el peligro de obsesionarse con unos frikis neonazis que no son capaces de construir nada, e ignorar las fuerzas nuevas que pueden representar un peligro mucho mayor.)

Si se decide que una manifestación unitaria contra el fascismo requiere un servicio de orden para rechazar posibles ataques fascistas, va muy bien poder contar con personas capaces de hacerlo y personas así existen en el movimiento antifa. Pero se deben aplicar los mismos principios que con otros aspectos técnicos. Se requieren habilidades específicas para diseñar un buen cartel, pero el diseñador o la diseñadora no decide el recorrido, fecha o lema de la manifestación, sino que utiliza sus conocimientos técnicos para llevar a la práctica las decisiones democráticas y colectivas del conjunto. El mismo principio se debería aplicar a un servicio de orden: si se ha decidido que su función es proteger la manifestación y mantener la calma, debe hacerlo, no buscar peleas con los fascistas, por ejemplo.

El reto es entender que los símbolos propios, la visión política, del antifascismo radical son precisamente eso: el patrimonio propio de un sector del movimiento. Ni la bandera roja antifa, ni las banderas de un sindicato o las de un partido… representan al conjunto de un movimiento amplio. Pero todas éstas, junto con muchas otras cosas, sí forman parte de este conjunto y deben ser visibles, sin que ni una cosa ni la otra se imponga sobre el resto.

El argumentario compartido de un movimiento unitario se basa en el mínimo común denominador; no incluye ni el programa político de una plataforma antifa ni las propuestas electorales de un partido. Pero en nombre propio, cada espacio seguirá defendiendo su visión; faltaría más. Las acciones independientes que lleve a cabo cada sector del movimiento son cosa suya, siempre que no entren en conflicto con el mínimo común denominador del rechazo al fascismo.

En la izquierda siempre es más fácil dividir y separar que unirse en la lucha. A todos los sectores les cuesta al principio asumir el modelo unitario. Siempre existe la tendencia de pensar que lo mejor es lo que hago y cómo pienso yo. Esto es normal; lo que no se puede hacer es, basándose en esta suposición, intentar imponer su propia visión. Esto se aplica tanto a gente de la izquierda revolucionaria como a la de un sindicato mayoritario o un partido reformista.

Con el crecimiento actual del fascismo, hay muchísimo en juego. El modelo de UCFR ha demostrado su efectividad ante los retos actuales de un fascismo en auge electoral. El mejor homenaje a las décadas de lucha comprometida del movimiento antifa —muchas veces en solitario— es hoy participar en y aportar sus habilidades a la lucha unitaria, sin que nadie tenga que abandonar lo que es.

Notas

[1]    Se recuperó en la forma de la Liga Anti Nazi (Anti Nazi League, ANL) en Gran Bretaña, creada en 1978. Bray celebra el éxito de la ANL pero parece no reconocer que representa una estrategia muy diferente a la Antifa. Bray 2019, pp. 79-81; p. 238.

[2]    Que conste que Bakunin no ignoró a las mujeres; también les asignó categorías: “La primera: mujeres superficiales, sin espíritu ni corazón. Hay que usarlas como a los hombres de tercera y cuarta categoría. La segunda clase son las mujeres inteligentes, apasionadas, dispuestas a sacrificarse; no han llegado a nuestro nivel porque no han conseguido una inteligencia revolucionaria práctica y sin verborrea. Se usan como los hombres de quinta categoría…” Alcalde 2008.

[3]    Cuando lo puedo evitar no pongo enlaces a páginas fascistas.

[4]    Traverso rechaza firmemente el concepto de “islamofascismo”. Declara: “La intensa apelación a esta noción por parte de los xenófobos de todos los sectores… crea muchos malentendidos y debería incitar a tomar algunas precauciones antes de emplearla.” Traverso 2016.

[5]    El entonces dirigente del MSR, Jordi de la Fuente, lo representó en un acto público del PNSS en Beirut. Más tarde de la Fuente pasó a Plataforma per Catalunya y en el momento de escribir acaba de participar en un acto de VOX. xavier-rius.blogspot.com, 29 de mayo de 2016.

[6]    Ver UCFR 2010.

Bibliografía

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