‘Machismo-leninismo’, ‘micromachismo’ y marxismo

Marcha de mujeres en El Cairo, diciembre de 2011
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Introducción

Estamos ante una crisis muy profunda, tanto económica como política. Los ataques de la clase dirigente son cada vez más fuertes, más frecuentes y son más extensos. A la vez que intentan reducir los salarios y el gasto social en general, atacan de forma especial a los grupos oprimidos. Fomentan el racismo, y especialmente la islamofobia, para desviar la culpa hacia la gente extranjera y pobre del sur. También atacan los derechos de las mujeres; es muy probable que el nuevo gobierno del PP intente echar atrás algunos logros conseguidos estos últimos años, así como empeorar las mil formas existentes de opresión específica contra las mujeres.

En una situación como ésta, es muy importante que la izquierda combativa y los movimientos sociales sepan responder de manera adecuada y solidaria. Ante los ataques a los derechos de las mujeres, no se puede dejar solas a las organizaciones declaradamente feministas para que intenten hacerles frente solas.

Con este texto, no pretendo ofrecer soluciones a todo esto. Mi objetivo principal es tocar dos cuestiones actuales. Primero, quiero respaldar lo que plantea Patricia García, en su crítica al ‘machismo-leninismo’, como ella nombra a los sectores de la izquierda que niegan la existencia continuada de la opresión de las mujeres, y que niegan por tanto la necesidad de combatirla (García 2011. Las referencias y las ‘notas de pie’ se han incorporado al cuerpo del texto, entre paréntesis. Para las obras citadas, ver la bibliografía al final.) Segundo, quiero plantear dudas respecto al concepto de micromachismo, por el que noto un creciente interés por parte de alguna gente del movimiento. Finalmente, haré unos comentarios generales sobre el anticapitalismo, el marxismo, y el feminismo.


Pero antes de entrar en materia, quiero dedicar un momento a la terminología. He aprendido que muchos malentendidos y debates confusos son fruto del hecho de utilizar las mismas palabras con sentidos muy diferentes. (Gracias a Paty por señalar este punto.)

Aclaremos los términos

El diccionario de la RAE define el feminismo como “Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres; Movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres.” En este sentido amplio, ser feminista simplemente implica estar en contra de la opresión de las mujeres, con lo cual cualquier persona consecuentemente progresista —hombre o mujer— sería feminista.

La complicación es que el término ‘feminismo’ tiene otro sentido, mucho más limitado, asociado a la teoría del patriarcado. Tiene diferentes formas, pero ser feminista en este sentido implica pensar que todas las mujeres están oprimidas por todos los hombres, y que, por tanto, todas las mujeres tienen intereses comunes —según algunas teóricas, incluso constituirían una clase— frente a todos los hombres. Con esta variante, no tendría sentido que un hombre se definiese de feminista: estaría actuando contra sus propios intereses, ya que se beneficiaría del sistema patriarcal.

Pasa lo mismo con el propio término ‘patriarcado’. Para algunas personas es simplemente un sinónimo de la existencia de la opresión de las mujeres. Pero en su sentido más limitado, se refiere a un sistema social mediante el cual todas las mujeres están oprimidas por todos los hombres, paralelamente al, o en lugar del, capitalismo planteado por el marxismo.

El término ‘marxismo’ también suele utilizarse con diferentes significados (ver acerca de esto Molyneux 1983). En un sentido limitado, se refiere a la teoría y práctica de Marx, Engels, Zetkin, Lenin, Luxemburg, Kollontai, Trotski, Gramsci… Todas ellas, personas que dedicaron su vida a impulsar la lucha de clases con el objetivo de acabar con el capitalismo y con todas las opresiones que éste comporta, para crear una sociedad igualitaria, gestionada democráticamente desde abajo.

Pero el término marxismo también tiene un significado mucho más amplio, que abarca a cualquier organización e incluso Estado que se haya etiquetado de marxista, incluyendo a los partidos y regímenes estalinistas. Como sabemos, estos regímenes nada tienen que ver con la liberación humana ni con la democracia de verdad.

En el movimiento antiguerra, grandes confusiones se han provocado por la utilización de diferentes acepciones del término ‘pacifista’. En un sentido limitado se refiere a una persona inspirada en la lectura (parcial) de Gandhi, que defiende la no violencia ante todas las circunstancias. Pero también se utiliza en un sentido mucho más amplio, por ejemplo, refiriéndose al conjunto del movimiento antiguerra como movimiento ‘pacifista’. Recuerdo un debate sobre la violencia y la resistencia armada, en el que un compañero argumentó que “somos un movimiento pacifista [en el sentido amplio]”; “el pacifismo [en el sentido limitado] se opone a toda violencia”: conclusión, el movimiento antiguerra —en su conjunto, no sólo la minoría gandhiana— debía condenar la resistencia iraquí, desmarcarse de alguna manifestación en la que se había respondido de manera física a un ataque policial, etc.

Como veremos, confusiones terminológicas parecidas juegan un papel importante en este debate.

‘Machismo-leninismo’

Patricia García ha planteado unos temas muy importantes en su artículo, “¿La emergencia de un nuevo machismo-leninismo?”, publicado primero en Kaosenlared el 29 de octubre de 2011 (García 2011). Hasta la fecha ha recibido 2.661 lecturas sólo en esta web: ha sido republicado en muchos otros sitios. Además, en Kaos ha recibido 45 comentarios, a los que volveremos más abajo.

García argumenta que “En los últimos años, se advierte una nueva tendencia entre algunos/as compañeros/as de la izquierda anticapitalista. Esta tendencia podría denominarse el ‘nuevo machismo-leninismo’ pues constituye una reacción regresiva frente a los avances y mejoras en la posición de las mujeres en la sociedad.” En su artículo, García identifica algunos argumentos de este ‘machismo-leninismo’ y responde a ellos.

El eje del argumento de García es que la opresión de las mujeres es una realidad y que hacen falta medidas serias para hacerle frente; concretamente, que cualquier izquierda consecuente debe apoyar esta lucha, y no buscar excusas para no hacerlo.

Utiliza mucho los términos patriarcado y feminismo, pero es evidente que lo hace en el sentido amplio. En su texto, hace referencia al hecho de que el feminismo incluye diferentes corrientes: “Hay sectores del feminismo (la corriente radical o de la diferencia) que… plantean su lucha como una lucha contra lo masculino… Pero esa es sólo una de las fracciones del feminismo, no su totalidad.” Todo su texto va dirigido a intentar convencer a aquellos hombres dentro de la izquierda que no apoyan la lucha por la liberación de las mujeres, a que lo hagan. La dedicación al principio de todo es “A los compañeros que sí luchan por la emancipación de las mujeres, dentro y fuera de casa” (la cursiva es mía).

Más allá de mis reticencias ante el término patriarcado —prefiero utilizar otros conceptos para analizar la opresión de las mujeres— comparto totalmente el espíritu del argumento de García que, en su esencia, me parece incontestable.

No es así para algunos lectores de Kaosenlared, que escribieron comentarios no sólo críticos, sino insultantes y machistas. Tristemente, éstos provinieron de hombres que se definían de comunistas o marxistas. García reconoce —celebra— que otros hombres marxistas han sido y son mucho más coherentes en este tema. La cuestión es por qué aparecen estas actitudes y posiciones retrógradas en la izquierda.

Aquí, hay que volver a la distinción entre los diferentes significados del ‘marxismo’.

La verdad es que los partidos comunistas hace más de 80 años que dejaron de ser revolucionarios, para convertirse en instrumentos de la URSS de Stalin. En nombre del ‘marxismo’, defendieron —y algunos siguen defendiendo— una serie de dictaduras.

Mientras Stalin encarceló a millones de mujeres en sus campos de trabajo, explotó a millones más en fábricas y minas, creó medallas para las mujeres que más procreaban, etc. estos partidos comunistas mantuvieron que la URSS había acabado con la opresión de las mujeres.

La revolución china de 1949 trajo muchas mejoras, pero no fue una revolución socialista y decisivamente no liberó a las mujeres. Igualmente, la revolución cubana de 1959 fue una victoria para la liberación nacional y contra EEUU, pero no tuvo nada de revolución socialista; el machismo siguió siendo la norma, tanto contra las mujeres como contra los homosexuales. (En los años 60, muchos homosexuales fueron enviados a campos de trabajo por su orientación sexual. Acerca de la historia de la opresión gay en Cuba, ver Lumsden 1996. Parece que la actitud del Estado cubano hacia la gente LGBT ha mejorado en los últimos años. Ver la web del Centro Nacional de Educación Sexual: cenesex.org. El propio término ‘machismo leninismo’ se aplicó a Cuba hace años; ver Habel 1989, pág. 101.) Y por supuesto, los regímenes tanto de China como de Cuba —que creo que sería más correcto definir de capitalismo de Estado, igual que la URSS de Stalin— fueron vistos como modelos de socialismo y de liberación por muchos ‘marxistas leninistas’. (Acerca de China, ver Zhu 2008.)

Así que la incapacidad de ver la opresión de las mujeres en occidente hoy no es una novedad; es fruto de un largo historial de no defender, de manera coherente, la liberación de las mujeres ni ninguna otra liberación. Todo era sacrificable en nombre de las cifras de producción de acero de Magnitogorsk… o la ‘zafra’ —la cosecha de azúcar— en Cuba.

Los ‘compañeros’ que atacan de forma tan burda a Patricia García son muy fieles a una tradición que viene de lejos: el estalinismo.

Cuando dicen que “las mujeres ya están liberadas, ya no tenemos nada que hacer”, no sólo se equivocan, sino que demuestran una gran hipocresía. En los años 60 y 70 —cuando, suponemos, estos ‘marxistas’ jurásicos aceptan que las mujeres sí estaban oprimidas— los partidos comunistas trataron el tema aún peor que ahora.

A lo largo del último medio siglo, muchos partidos comunistas han abandonado formalmente el estalinismo (aunque todavía quedan residuos de él, tanto entre la militancia como en su dirección). En general, los PCs ahora son partidos socialdemócratas, que ni siquiera hablan de derrotar al capitalismo, sino que se contentan con hacerle retoques. Otra vez, una liberación de verdad —de las mujeres o de cualquiera— queda más allá de sus ambiciones.

Dos matices.

Primero, los grupos políticos que se declaran antiestalinistas no son mágicamente inmunes al problema del machismo. Por un lado, a pesar de las críticas, muchos siguen defendiendo a las sociedades estalinistas como a algún tipo de Estado obrero, con lo cual sufren, hasta cierto punto, la misma contradicción que los partidos estalinistas. Pero aún más importante, en una sociedad que oprime a las mujeres, nadie es inmune a las actitudes e ideas sexistas que están por todas partes. No basta con declararse en contra de la opresión de las mujeres; superar en la práctica esta opresión, y las diversas formas ideológicas que adopta, no es una tarea fácil. A esta cuestión volveremos más adelante.

Segundo, que estas críticas se aplican a los partidos comunistas, y organizaciones parecidas, de manera bastante generalizada. Pero entre las bases de estos partidos hay muchas personas que sí defienden una liberación auténtica. También hay gente que, a pesar de compartir elementos del ideario estalinista, juega un papel importante y positivo en las luchas de clase y a nivel de barrio. De lo que se trata es de intentar superar lo negativo de la política de estos partidos, y de ganar a tales activistas a una posición más coherente, más consecuente con lo que realmente quieren, que no es una dictadura estalinista. En lo que se refiere a la cuestión de género, el artículo de Patricia García es un paso importante en esta dirección.

Micromachismo

Oí el término ‘micromachismo’ por primera vez recientemente, pero desde entonces he topado con él en diferentes lugares. ¿Qué es y qué implica para la izquierda?

Un texto clave sobre el tema es Micromachismos – el poder masculino en la pareja “moderna” . Su autor, el psicoterapeuta Luis Bonino, afirma que creó el término micromachismo en 1990 para referirse a “los ocultos comportamientos de dominio de los hombres a los que ya no se define como machistas”. (Bonino 2008, pág. 94.)

Es importante ser conscientes del papel que juegan el lenguaje y los gestos en la reproducción de las ideas sexistas. Por supuesto, hay que condenar el sexismo más crudo: los chistes machistas, o los anuncios de Axe, por ejemplo. Pero también hay que intentar evitar expresiones que implícitamente excluyen a la mitad (femenina) de la humanidad. Por ejemplo, declarar que “los trabajadores están en huelga” es engañoso si la huelga la llevan a cabo tanto mujeres como hombres. Algunas de las huelgas que marcaron el lento inicio de la revolución egipcia, en una enorme fábrica textil en Mahalla en 2006, fueron protagonizadas de manera especial por mujeres; este hecho ha influido mucho en la revolución egipcia de 2011. La norma gramatical que dicta que si hay un solo hombre entre ellas hay que hablar de ‘los trabajadores’ no nos ayuda a comprender los hechos; más bien encubre una realidad importante. E incluso cuando la mayoría son hombres, no es motivo para negar (por omisión) que otras sean mujeres.

El término micromachismo se refiere a ejemplos lingüísticos como éste, así como a maneras de actuar que, sin ser crudamente sexistas, sí objetivamente pueden discriminar a las mujeres.

En este sentido, eliminar tales comportamientos forma parte del trabajo a realizar para superar la opresión de las mujeres.

Sin embargo, tengo muchas reservas sobre el concepto de ‘micromachismo’ de Bonino. En la introducción al artículo mencionado, declara:

“este artículo está dedicado especialmente a los varones que están intentando revisar, rebelarse y denunciar los códigos machistas en los que fueron entrenados y que se están esforzando para lograr igualdad con las mujeres. Pretende ser un llamado a seguir profundizando en la reflexión y autocrítica sobre los propios comportamientos, aplaudiendo los propios logros en el camino hacia la igualdad, pero sin olvidar que queda aún mucho por recorrer.” (Bonino 2008, pág. 89.)
Dice que “queda aún mucho por recorrer”, pero todo el artículo (así como otros textos suyos sobre el mismo tema) deja muy claro que con esto se refiere a la reflexión y la autocrítica, no a luchar para cambiar el mundo real.

La siguiente observación no será muy científica, quizá, pero para mí es chocante. En sus más de 20 páginas, no aparece ni una sola vez ninguna de las siguientes palabras: discriminación/discriminar, acoso, violación, aborto, salario, horario, guardería, sindicato, huelga, manifestación, movilización/movilizar, política, clase social, explotación, capitalismo…

Aparece la palabra ‘trabajo’ (así como ‘laboral’), pero normalmente para referirse al trabajo doméstico o afectivo, o bien al trabajo terapéutico. Cuando se refiere al trabajo remunerado, habla generalmente del trabajo remunerado del hombre. Sólo una vez habla del trabajo remunerado de la mujer, y se refiere a los problemas de una ejecutiva, excluida por sus colegas masculinos de las ‘grandes decisiones empresariales’ cuando éstas se toman en espacios informales de los que ella no forma parte.

Bonino cita diferentes inspiraciones teóricas, generalmente pensadores franceses de los que debo confesar bastante desconocimiento, pero sé un poco acerca de una de sus principales influencias, Michel Foucault. Foucault fue durante un tiempo discípulo de Louis Althusser —creador de una visión muy rebuscada pero bastante mecánica del marxismo— y militó unos años en el muy estalinista Partido Comunista Francés (PCF). Como otros muchos filósofos franceses, se desilusionó con el ‘marxismo’ (en el sentido más amplio, siguiendo el análisis terminológico inicial), y abandonó el marxismo como tal. Foucault no fue tan lejos como otros, que acabaron en la derecha neoconservadora (de todas maneras, Foucault murió en 1984), pero su teoría rechaza cualquier intento de dar una visión global del mundo, y de plantear un cambio general. Así que escribió —entre muchas otras cosas— acerca del ‘micropoder’. Argumentó que:

“el poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.” (Foucault 1976, pág. 67).
O bien:

“el poder no debe ser tomado como un fenómeno del dominio consolidado y homogéneo de un individuo sobre otros, ni el de un grupo o clase sobre otros” (Foucault 1980, pág. 98).
Según Foucault, el poder de la clase dirigente desaparece entre una miríada de relaciones de ‘micropoder’.

De la misma manera, para Bonini, la opresión de las mujeres como un hecho social global se disuelve en millones de actos de ‘micromachismo’. Bonini declara que los ‘micromachismos’ de un solo tipo (identifica varias categorías) “son probablemente los que más contribuyen a sostener la desigualdad en las parejas de los países desarrollados donde las mujeres han logrado la conquista de amplios espacios de libertad.” (Bonino 2008, pág. 97). Esta última afirmación no es un desliz. En otro momento declara que:

“Al menos en el Occidente democrático ya no se excluye explícitamente a las mujeres del reino de los que tienen derecho a ser persona y no objeto, sino que se lo hace de un modo sutil y oculto.” (Bonino 2008, pág. 93).
Se da la paradoja de que, en el fondo, repite el mismo error que los ‘machistas leninistas’. Da por buena la idea de que, a grandes rasgos, las mujeres ya están liberadas. Para los estalinistas, significa que no tienen que hacer nada al respecto y que las mujeres reivindicativas se quejan sin motivos. Bonini, en cambio, concluye que ahora hay que realizar terapias para eliminar lo que queda del machismo en el comportamiento de unos hombres que, en principio, son progresistas.

Todos los datos enumerados por Patricia García, que demuestran que las mujeres, hoy en día, sufren una desigualdad social generalizada y sistemática, son ignorados, tanto por los paleoestalinistas como por el analista del ‘micromachismo’. Para más análisis sobre la opresión de las mujeres hoy, ver el excelente artículo, “Nuevo sexismo, viejo capitalismo” (Martínez 2011). Y éste no es lugar para entrar en el debate sobre la prostitución (trato el tema en Karvala 2010), pero es innegable que al menos algunas de las mujeres que intercambian sexo por dinero “en el Occidente democrático” lo hacen bajo una coacción brutal, que no tiene nada de “sutil y oculta”.

Este tipo de omisión no es casual. Bonini se orienta casi exclusivamente hacia los sectores más acomodados. Como hemos visto, se preocupa por los problemas de una ejecutiva excluida de las “grandes decisiones empresariales”. Es verdad que este tipo de situación es producto de la opresión de las mujeres, y que hay que oponerse a cualquier tipo de opresión. Pero sería razonable preocuparse aún más por las mujeres que probablemente serán las más perjudicadas por estas “grandes decisiones”. Hoy en día, con toda seguridad, éstas tendrán que ver con recortes de derechos laborales, y despidos de las personas más vulnerables; especialmente mujeres, que son las que tienen los contratos más precarios.

El propio objetivo de Bonini es la ‘igualdad’ entre hombres y mujeres… en esta sociedad, tal y como es. Tiene una cierta lógica que las ejecutivas busquen la igualdad con sus equivalentes masculinos. Se encuentran en desventaja respecto a los hombres de su clase, pero en general obtienen beneficios de esta sociedad; incluso de la opresión de las mujeres, que les permite contratar a trabajadoras por un salario reducido.

En cambio, para una mujer que cobra menos de mil euros por un trabajo precario, la ‘igualdad’ con su equivalente masculino tiene bastante menos atractivo. Para ella, más allá de buscar una igualdad en la explotación, tiene sentido luchar para cambiar esta sociedad, buscando su auténtica liberación, como mujer y trabajadora a la vez. Los compañeros, maridos, hermanos, hijos… de estas mujeres, que comparten su pobreza, también tienen el mismo interés material, si es que logran entenderlo.

Dada la limitada visión de Bonino respecto al alcance de la opresión de las mujeres, no debe sorprendernos que su solución sea también tan limitada: talleres y terapia. Propone enseñar a las mujeres a reconocer los ‘micromachismos’, para poder desenmascararlos. A los hombres, quiere enseñarles a reconocer los ‘micromachismos’, para que hagan autocrítica y reflexión. (Al volver a leer el texto, veo que debería aclarar que mis duras críticas hacia la obra de Bonini se refieren a su valor para los movimientos y la lucha social. No quiero poner en cuestión sus habilidades como terapeuta profesional.)

Todo esto plantea un problema señalado por Marx hace más de 150 años, en sus Tesis sobre Feuerbach. Argumentó que una teoría según la cual el cambio viene de “una educación modificada… olvida que… el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad”. (Marx 1845). Es decir, si el cambio viene de la terapia y los talleres, nos encontramos ante un círculo vicioso; ¿quién organizó el primer taller? Es evidente que, en general, los cambios en las ideas no proceden de los talleres ni de la terapia, sino de otra cosa muy diferente. Como lo expresó Marx, “La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria” (Marx 1845).

En otras palabras, contrariamente a la visión de Bonini, la clave para el cambio es la lucha social. Dicho esto, no se puede ignorar todo aquello que no sean huelgas, manifestaciones y lucha de clases abierta. ¿Cómo, entonces, tratamos cuestiones como el comportamiento machista desde una perspectiva marxista o anticapitalista?

El anticapitalismo contra el machismo

La sociedad actual oprime a las mujeres. Los defensores (y a veces las defensoras) del sistema promueven ideas sexistas cuando les conviene. Luchar contra el sistema implica también luchar contra la opresión de las mujeres y el sexismo.

Pero como se ha señalado, las ideas sexistas no sólo existen en el “otro lado de las barricadas”; también se encuentran dentro de los movimientos que se supone que quieren un cambio.

Los partidos reformistas y los sindicatos mayoritarios no plantean una oposición frontal a las ideas del sistema; más bien se adaptan a ellas. (Es uno de los motivos por lo que les resulta muy complicado participar de manera consecuente en la lucha por la liberación de las mujeres, o en cualquier otra lucha.) Dado que las ideas dominantes de la sociedad son, entre otras cosas, sexistas, las ideas sexistas también están bastante extendidas entre tales organizaciones. Hay machistas en estos movimientos, y hay que hacerles frente.

Evidentemente, si piensas que la opresión de las mujeres y las ideas machistas van en beneficio de —por ejemplo— un trabajador y activista sindical, tendrás poco que decirle a uno de esos ‘machistas de izquierdas’ para que cambie de opinión. Una perspectiva marxista, en cambio, te ofrece muchos argumentos. Un trabajador (masculino) que, ante los ataques laborales, maltrata a su mujer en vez de luchar contra su jefe sólo verá que sus condiciones de vida empeoran. Es un pequeño ejemplo de cómo el sexismo divide a la clase trabajadora y así la debilita. Casi cualquier lugar de trabajo del mundo incluye —aunque no sea de manera igual— a hombres y a mujeres. Es imposible plantar cara a los ataques de la patronal —recortes salariales, despidos…— sin unir a toda la plantilla. Más en general, el fin de la opresión de las mujeres no beneficia ‘solamente’ a las mujeres. Acabar con los estereotipos, con los roles fijos impuestos, beneficia también a los hombres, no sólo en términos materiales sino también humanos.

Por todo lo anterior, en el momento de discutir con un sindicalista que utiliza expresiones machistas, creo que sería un error concentrarse solamente en el lenguaje. Hay diferentes motivos; sobre todo porque no se trata de ‘cuidar su lenguaje’. Ninguna lucha seria contra el sistema ha avanzado nunca en base a que la gente no dijera lo que pensaba. El objetivo es que realmente entienda y sienta la importancia de la lucha por la liberación de las mujeres y que se comprometa con ella, en el mundo real, con acciones concretas, no sólo con un lenguaje ‘políticamente correcto’. (También le debo a Paty el argumento de que, más que cambiar el lenguaje, son las actitudes las que deben cambiar.)

Y si esto se aplica a las personas, también se aplica a las organizaciones. Por supuesto, deberían en la medida de lo posible, hacer que sus materiales utilicen expresiones no sexistas. Pero hacer de éste el punto de partida sería invertir las cosas. Como advierte Arruzza, existe el peligro de “reducir… a lenguaje y discurso el conjunto de la realidad” (Arruzza 2010, pág. 127). Las expresiones sexistas son un reflejo de la opresión de las mujeres en el mundo real. La única manera de eliminarlas de verdad es eliminar la opresión, y esto requiere una lucha, no basta con un libro de estilo.

Por supuesto, habrá personas en los movimientos sociales y en la izquierda, que menospreciarán las propuestas de eliminar la terminología sexista mediante argumentos acerca de la lucha real… pero sin la menor intención de luchar contra la opresión. Frente a ellos, hay que insistir en que no hay nada malo en intentar reducir la prevalencia de terminología, formas de expresión, etc., sexistas.

Aún así, si miramos más allá de las lenguas latinas, veremos que podemos confundirnos muy fácilmente si nos centramos en el lenguaje ‘no sexista’. El finlandés es increíblemente neutral respecto al género; no sólo carece de género gramatical, sino que ni tan siquiera tiene distintos pronombres para ‘él’ y ‘ella’. Pero este idioma modélico es lo que hablan los sexistas y homófobos del partido xenófobo, ‘Auténticos finlandeses’. Y las mujeres en Finlandia no están menos oprimidas que las de otros países gracias a la gramática. En el otro extremo, el árabe no sólo tiene género en los sustantivos y los adjetivos, incluso tiene formas verbales diferentes en función del género (es decir, el verbo ‘habla’ es diferente en función de si habla una mujer o un hombre). Pero los retos que esto debe suponer para un lenguaje no sexista no han impedido los importantes avances de las mujeres egipcias durante la revolución de este último año.

El reto real no es el lenguaje. Tanto frente a los machistas de la vieja escuela como a las personas obsesionadas con talleres y terapia, hay que plantear qué medidas reales se pueden tomar, a corto, medio y largo plazo, para cambiar la situación. Los problemas que requieren soluciones son múltiples y diversos, desde los grandes temas de empleo, servicios sociales, control del propio cuerpo… hasta las relaciones internas en la izquierda y en los movimientos. (Sobre esta última cuestión, Patricia García hace unos comentarios muy interesantes: a la vez que defiende medidas como cuotas, reconoce sus limitaciones.)

Finalmente, ¿qué pasa con la izquierda anticapitalista y los movimientos más radicales, que se suponen que están totalmente comprometidos con la liberación de las mujeres?

La verdad es que estos tampoco son espacios libres de expresiones sexistas. Ya sabemos, gracias a largos debates acerca de las limitaciones de los ‘espacios liberados’, que es imposible construir islas de pureza dentro de un mundo capitalista; lo mismo se aplica al sexismo. No es por tanto una cuestión de conseguir una pureza del 100%, sino de ir trabajando el tema. Es una lucha diaria, como otras muchas luchas.

Igual que se debe distinguir entre el sistema opresivo como tal y las ideas machistas que se pueden encontrar en un partido o sindicato reformista, hay que distinguir entre éstos últimos y las organizaciones que realmente luchan en el día a día y de manera consecuente contra la opresión de las mujeres.

Aquí creo que es relevante algo que oí en un taller sobre género en el que participé por motivos laborales. La presentadora del taller argumentó que “si una organización no es activamente feminista, entonces efectivamente es machista”. Yo reformularía la expresión para decir que quien no lucha activamente por la liberación de las mujeres, en efecto, con su inacción, contribuye a la opresión de las mismas. A su vez, el argumento funciona al revés: si alguien forma parte activa de la lucha por la liberación de las mujeres, no tiene sentido decir que es machista. Lo que sí es muy probable, por no decir casi inevitable, es que este compromiso antisexista no se traduzca en un lenguaje verbal, corporal, etc., totalmente libres de la influencia del sexismo dominante en esta sociedad. Se trataría de incoherencias en un contexto de claro compromiso. Tratar a una persona así como si fuera meramente un Torrente con chapas radicales no contribuirá mucho a la liberación de las mujeres. Si un (o una) activista utiliza expresiones que reflejan (se espera que involuntariamente) sexismo, es razonable, incluso necesario, plantear el tema. Pero no debería tratarse como una cuestión judicial, sino como un debate político entre personas que estamos en el mismo bando.

No debemos temer estos debates, ni escandalizarnos de que sean necesarios. Se puede ir más lejos; el hecho de que surjan problemas con expresiones sexistas dentro de la izquierda anticapitalista es, en cierto modo, una señal de su buena salud. En una sociedad tan sexista coma ésta, la única manera de evitar las ideas machistas del todo es tener una organización hermética, totalmente aislada del mundo exterior: en una palabra, una secta. Una organización anticapitalista, o revolucionaria, sana, está en contacto permanente con el mundo real. Se espera que gente nueva entre a militar, y no se les puede poner exámenes antes de ‘permitir’ que se afilien; basta con que quieran luchar contra el sistema. Ni tan siquiera la militancia más experimentada es inmune a las ‘influencias exteriores’ si realmente participa en las luchas de masas, y no sólo en espacios limitados a los y las de siempre. Pero evitar ser una secta no implica dejarse llevar por la corriente sexista, o incluso fomentarla, como hacen algunos reformistas. Supone que en esta cuestión, como en tantas otras, debe haber una tensión y debate constante, entre los principios básicos de un grupo revolucionario, y los problemas que surgen en el mundo y las luchas reales. Sería una situación envidiable que el peor problema fuesen unos cuantos hombres que descuidasen su lenguaje. Lo más probable es que la organización tenga que esforzarse en muchos otros frentes para combatir, de manera efectiva, al sexismo que nos rodea.

Para resumir sobre este tema, hay que ver el problema del lenguaje sexista como una cuestión de lucha social. No se trata de la búsqueda de una pureza sólo alcanzable mediante meditación o terapia. Las soluciones son más bien prácticas, como las que propone Patricia García.

Y finalmente, podríamos aprender de la experiencia británica en lo que se refiere al lenguaje racista. En el Estado español, el lenguaje que refleja ideas racistas —desde comentarios respecto a la gente gitana hasta expresiones típicas como ‘trabajar como chinos’— no es nada infrecuente, incluso dentro de la izquierda. Evidentemente, el racismo existe en Gran Bretaña, pero expresiones racistas de este estilo son mucho menos frecuentes, no sólo dentro de la izquierda anticapitalista, sino también en el conjunto del movimiento sindical. Esto no es resultado de talleres y terapia, sino de más de 30 años de lucha unitaria contra el fascismo y el racismo, antes liderada por la Liga Anti Nazi, y ahora de manera aún más amplia por Unite Against Fascism (UAF). El trabajo de UAF se centra precisamente en impulsar luchas unitarias, no en cuestiones lingüísticas, pero da mejores resultados en este aspecto que posiciones más cerradas, centradas sólo en el lenguaje.

El marxismo ante la opresión

El mundo cambia de manera constante, planteando nuevos retos, nuevas luchas. El marxismo no tiene más opción que responder, de alguna forma, a estos cambios: la cuestión es cómo hacerlo.

Una manera es ver el marxismo como una armadura, una protección contra las influencias exteriores. El resultado es un marxismo dogmático y rígido, incapaz de decir nada acerca de temas nuevos; de hecho, incapaz de decir nada de interés en general, dado que todo cambia, de una manera u otra.

Así que una segunda opción se podría llamar la opción Frankenstein. Ante los nuevos retos, se van añadiendo nuevos trozos al cuerpo marxista existente; un brazo feminista, una pierna ecologista, etc. Esto conlleva varios problemas.

Por ejemplo, ¿cuál brazo feminista añadimos, el de la izquierda o de la derecha? No podemos simplemente ‘asumir’ el feminismo como un todo; diferentes corrientes feministas son mutuamente contradictorias, debemos escoger qué elementos aceptar o rechazar. Respecto a la prostitución, por ejemplo, cuando la izquierda intenta “asumir la visión feminista”, resulta que ésta consiste en dos posiciones totalmente opuestas; una que apoya medidas para abolir la prostitución y otra que la ve casi como una expresión de la libertad de las mujeres (ver Karvala 2010).

Además, el resultado de añadir trozos de esta manera no es el de un cuerpo teórico coherente, sino una suma de órganos que no acaban de funcionar bien. ¿Cómo se compaginan, por ejemplo, el apoyo a las huelgas contra los cierres de fábricas, que viene del marxismo, con la propuesta de decrecimiento de muchos sectores ecologistas? (Simón 2008 trata este tema). Un ejemplo grave de estas contradicciones se vio recientemente en el Nuevo Partido Anticapitalista (NPA) francés. Al seguir al feminismo (mejor dicho, a una corriente del feminismo) en su hostilidad hacia el hijab, un sector importante del NPA convirtió el partido en una organización inhabitable para algunas militantes musulmanas, como Ilham Moussaïd. La hostilidad que ella sintió desde ciertos sectores del NPA tras su selección como candidata del partido, debido al hecho de que suele llevar hijab, hizo que abandonase la organización.

(Es un ejemplo más de cómo este sector del NPA —y antes la mayoría de la Liga Comunista Revolucionaria, la principal impulsora del NPA— combina una absorción acrítica de elementos del feminismo con una fuerte hostilidad hacia las posiciones de activistas de origen inmigrante, especialmente musulmán. Ver Zerkaoui 2011.)

Otro problema es que, con el procedimiento de añadir pedazos desde fuera, el marxismo —que en principio tiene una metodología rica y que se ha mostrado muy útil en muchos ámbitos— se abstiene de añadir nada de interés al debate. Sobre la ecología, dice lo mismo que el ecologismo que está más de moda; sobre el feminismo, igual; sobre el racismo, también.

Un último problema, y grave, con esta actitud lo vemos mejor si cambiamos de metáfora. Según esta visión, tenemos una ‘casa marxista’, habitada por trabajadores masculinos, blancos, heterosexuales, sin ninguna discapacidad, y sin la menor preocupación acerca de la destrucción del planeta. Ante los nuevos retos, se añade un anexo donde pueden habitar las mujeres. Pero siguiendo esta lógica, también hay que añadir otro anexo para la gente ecologista. Y uno más para la gente LGBT. Luego un nuevo anexo para la gente que tiene alguna discapacidad, etc.

¿Dónde debe morar una trabajadora lesbiana negra que tiene problemas de vista, sobre todo —como es muy posible— si también se preocupa por el cambio climático?

¿Y qué pasa, mientras tanto, con aquellos trabajadores blancos (etc., etc.) de la casa principal? ¿Se quedan sin hacer cambios, en un espacio central ‘marxista’ inhabitable por la otra gente?

¿No sería mejor buscar una manera de integrar todos estos temas en una teoría coherente, compartida por todo el mundo? Es decir, olvidarse de los anexos, y construir una ‘casa grande’, en la que todo el mundo pueda compartir los mismos principios y las mismas luchas, y en la que nadie tenga que dividirse entre diferentes identidades.

Esto es lo que las y los pensadores realmente marxistas (es decir, la gente que impulsa el marxismo en el sentido estricto) han intentado hacer desde hace muchos años, respecto a muchos y diferentes temas.

¿Un matrimonio infeliz?

Hace más de tres décadas, Heidi Hartmann descartó estos intentos, hablando del “matrimonio infeliz entre feminismo y marxismo”. Cinzia Arruzza (2010) recuperó la metáfora en su reciente libro. Tratan el marxismo como una cosa solamente de hombres (y se supone que de hombres blancos, heterosexuales…). Saben bien que diferentes mujeres han jugado un papel muy activo en el marxismo, haciendo aportaciones muy importantes, y no sólo en ‘la cuestión femenina’. Clara Zetkin trabajó mucho con mujeres, pero también hizo uno de los primeros análisis marxistas del fascismo (Zetkin 1923). Rosa Luxemburg fue la principal dirigente de la corriente revolucionaria en Alemania desde bastante joven hasta su muerte a manos de esbirros enviados por dirigentes socialdemócratas en 1919. Escribió obras clave sobre el reformismo, la huelga de masas, economía marxista… Alejandra Kollontai escribió obras muy importantes sobre la situación de las mujeres durante los breves años revolucionarios en Rusia (Kollontai 2011), pero también escribió en defensa de los derechos nacionales de Finlandia, mientras fue una nación oprimida bajo el zarismo; más tarde fue una destacada líder de una corriente izquierdista, defensora acérrima del control obrero, dentro de la Rusia revolucionaria.

Hoy en día, harían falta más mujeres en las organizaciones marxistas, pero no es justo hacer invisibles a las destacadas activistas marxistas que existen (por poner sólo un ejemplo, el principal periódico marxista revolucionario en Gran Bretaña, Socialist Worker, lo edita una mujer).

En vez de hablar de un ‘matrimonio’ entre marxismo y feminismo, sería más útil analizar los aciertos y errores del marxismo —que no es ni masculino ni femenino, igual que no es ni blanco ni negro— cuando éste trata la opresión de las mujeres e intenta contribuir a la lucha para superarla.

Hay que reconocer que el marxismo lleva trabajando entorno a la cuestión de las mujeres desde hace mucho tiempo, y todos estos análisis y conceptos no deberían tirarse por la borda sin más. Este trabajo lo inició Engels, pero lo han continuado otras y otros marxistas, desde Zetkin y Kollontai hasta nuestros días. El gran problema para el marxismo en este campo, como en todo, ha sido el estalinismo, que casi ahogó al marxismo auténtico durante medio siglo. Por esto, aunque seguro que el marxismo como tal ha cometido errores, no es justo culpar al marxismo por los crímenes de corrientes opuestas, como el estalinismo.

Heidi Hartmann citó como un ejemplo del “matrimonio infeliz entre feminismo y marxismo” a la China de Mao, afirmando que demostró que una sociedad podía hacer la transición del capitalismo al socialismo y seguir siendo patriarcal (Hartmann 1979, pp. 14 y 29). De la misma manera, Cinzia Arruzza no distingue claramente entre las experiencias de la Rusia de 1917, fruto de una revolución socialista desde abajo, y otras experiencias muy diferentes, como la de China o el estalinismo en la propia URSS, tras la derrota de la revolución. (Arruzza 2010, pp. 53-6.) El efecto es añadir un débito al saldo del ‘marxismo’, en lo que se refiere a la liberación de las mujeres, por cosas que nada tienen que ver con el marxismo revolucionario. En un libro que lleva como subtítulo “matrimonios y divorcios entre feminismo y marxismo”, Arruzza cita al anarquista Proudhon y al socialdemócrata Ferdinand Lasalle como ejemplos del ‘divorcio’, a pesar de que ambos misóginos fueron enemigos de la teoría marxista (Arruzza 2010, pp. 66-7).

Y si en el momento de criticar al marxismo se utiliza una definición muy amplia, o incluso no se delimita en absoluto el objeto de la crítica, cuando se trata de evaluar la utilidad del marxismo como instrumento de análisis de la opresión de las mujeres, y como teoría para conseguir la liberación, se suele aplicar una definición excesivamente estrecha. Hartmann halaga el poder analítico del marxismo en lo que se refiere a cuestiones estrictamente económicas y la lucha de clases, pero da a entender que el marxismo se limita a sólo esto. Afirma que el marxismo es ‘ciego ante el género’ (‘sex-blind’; Hartmann 1979, pág. 8).

Siguiendo esta lógica, cuando Lenin escribió contra la opresión nacional y el antisemitismo, no actuó como marxista. Lo mismo cuando Trotski escribió sobre el lenguaje en la vida cotidiana, o analizó el fascismo. Y los escritos de Gramsci sobre la hegemonía tampoco serían marxistas. El propio Marx no sólo escribió sobre plusvalía, también analizó la alienación, la religión… Engels escribió acerca de los efectos nocivos de la deforestación (y, por supuesto, de la opresión de las mujeres). Estos trabajos tampoco serían marxistas, según la definición de Hartmann.

Si, para Hartmann, el marxismo es ciego ante el género, aplicando el mismo argumento también lo es ante el racismo. Así que, a pesar de todo lo que se ha escrito desde el marxismo sobre el racismo, haría falta otro marco teórico diferente, para analizar esta cuestión de forma adecuada. Y de igual manera para cada forma de opresión que existe bajo el capitalismo, y hay muchas.

De hecho, el movimiento feminista tiene una historia de fraccionamiento, siguiendo precisamente este tipo de argumento. Las feministas negras que acusaron a (algunas) feministas blancas de tener actitudes racistas —y seguramente muchas veces las acusaciones tuvieron fundamento— concluyeron que el ‘feminismo blanco’ era incapaz de analizar su situación, y se separaron del resto del movimiento. Más tarde, algunas feministas —lesbianas, bien por inclinación, bien por compromiso político— argumentaron que tener relaciones sexuales con hombres era incompatible con los principios del feminismo, y por tanto las mujeres heterosexuales eran unas traidoras; el movimiento se dividió otra vez. En los años 80, diferentes visiones de la sexualidad dentro del movimiento feminista explotaron bajo la forma de ‘guerras del sexo’ (las divergencias actuales dentro del feminismo entorno a la prostitución son un eco de aquellas guerras).

Unidad contra todas las opresiones

Hace falta una visión teórica capaz de reconocer las diferentes opresiones que existen bajo el capitalismo, y los problemas específicos que éstas producen para las personas oprimidas, sean o no de la clase trabajadora. También hace falta una práctica política que no posponga la lucha contra estas opresiones hasta después de una futura revolución socialista, sino que se tome en serio estos problemas, y que busque responder a ellos, aquí y ahora. Pero, dado que vivimos en una sociedad capitalista, dividida entre clases, cualquier lucha contra cualquier opresión debe tener en cuenta el factor de clase. No es lo mismo ser un musulmán pobre que sufre el acoso policial en una ciudad europea que ser el Rey de Arabia Saudita. No es lo mismo ser un millonario gay que puede buscarse una pareja a su gusto en la agencia especial www.gaymillionairesclub.com, que ser una persona joven en un barrio obrero que se da cuenta que le atraen personas de su propio sexo. Y no es lo mismo ser una ministra o alcaldesa del PP que ser una de las mujeres que sufren los recortes sociales que éstas imponen, igual que hacen los hombres del PP.

Hartmann argumenta que el meollo del feminismo es la lucha entre las mujeres y los hombres. Critica a una escritora que intenta combinar el feminismo con el marxismo, diciendo que “al igual que los otros enfoques marxistas aquí examinados, el suyo se centra en el capital, no en las relaciones entre el hombre y la mujer. El hecho de que el hombre y la mujer tengan diferentes intereses, objetivos y estrategias queda oscurecido.” Hartmann dice claramente que “el hombre tiene un interés material en que continúe la opresión de la mujer”. Sin embargo, añade a continuación “A largo plazo, ésta puede ser una ‘falsa conciencia’, ya que la mayoría de los hombres podrían beneficiarse de la abolición de la jerarquía dentro del patriarcado.” (Hartmann 1979 pág. 7). Pero no se trata de meras matizaciones. El marxismo mantiene que la clase trabajadora tiene un interés material para enfrentarse al capitalismo, pero también explica que en épocas normales, la mayoría de la clase no tiene consciencia de este hecho; si no, el capitalismo no sobreviviría ni un día. Es mediante las luchas parciales que surgen, así como, en menor grado, el trabajo propagandístico de la izquierda radical, que sectores de la clase trabajadora van adquiriendo consciencia. Es decir, que las y los trabajadores ven, a través de diferentes experiencias y debates, cuáles son sus intereses reales. En este sentido, las ideas anticapitalistas no son una imposición exterior, son el reflejo de una realidad material, de un interés real.

Hartmann, y las personas que piensan como ella, tienen que optar entre dos hipótesis mutuamente excluyentes. Si un trabajador (masculino) no tiene un interés material en la opresión de las mujeres, entonces las ideas sexistas que seguramente tendrá en su cabeza precisamente forman parte de una ‘falsa conciencia’ que puede superarse con la lucha y el debate. En cambio, si efectivamente tiene ese interés material, entonces en la medida que adquiera más conciencia de sus intereses, se hará cada vez más machista. La falsa conciencia la tendrían los hombres que defienden la liberación de las mujeres, porque con esta actitud irían en contra de sus propios intereses.

Toda la experiencia que viene de las luchas sociales es que la primera hipótesis es la correcta; que cuando hombres y mujeres se encuentran luchando codo con codo, muchos hombres van abandonando las ideas sexistas que tenían. Casi nunca es un proceso fácil, y un papel importante lo suelen jugar las mujeres que, mediante la lucha, adquieren más confianza en ellas mismas y exigen cambios en las actitudes de los hombres. También juegan un papel la minoría radicalizada de hombres que ya antes rechazaban las ideas sexistas. Pero este tipo de transformación sólo es posible debido a que los hombres de clase trabajadora tienen un interés material en combatir y superar el capitalismo, y la opresión de las mujeres forma una parte importante del capitalismo, del sistema que les explota. Cuanto más consciencia real adquieren, más apoyan la liberación de las mujeres.

El marxismo explica lo que ocurre en las luchas sociales de verdad, de una manera que el feminismo (siempre en el sentido estrecho, como lo utiliza la propia Hartman) no puede. De la misma manera, el marxismo analiza las ideas racistas, homófobas, las ideas que dicen que la gente andaluza es perezosa, o la gente catalana tacaña, etc., sin plantear que la gente trabajadora —blanca, hetero, no andaluza, no catalana…— que acepta estas ideas tenga un interés material en estos prejuicios. Sabe, además, cómo hacerles frente, sin la necesidad de plantear ‘marcos teóricos’ diferentes para cada tema.

El marxismo y el feminismo ante una lucha real

Para acabar este texto, que ya es demasiado largo, miremos un ejemplo concreto de qué supone en la práctica esta visión marxista acerca de cómo luchar, aquí y ahora, contra la opresión de las mujeres. Tengo mis críticas hacia el libro de Cinzia Arruzza, pero también tiene muchos méritos; para mí, un pequeño mérito añadido es el hecho de hacerme recordar una experiencia muy importante de lucha por el derecho al aborto en Gran Bretaña. Menciona que la confederación sindical unitaria de ese país, el TUC, convocó una manifestación, que acabó aglutinando a 80.000 personas en octubre de 1979, en defensa del derecho al aborto (Arruzza 2010, pág. 91).

En un nuevo parlamento con mayoría del partido conservador de Margaret Thatcher (mujer, por cierto), el diputado John Corrie presentó en mayo de 1979 una propuesta de ley —apoyada por Thatcher— para restringir el (ya insuficiente) derecho al aborto. La Campaña Nacional por el Aborto (National Abortion Campaign, NAC) fue capaz de impulsar, desde la base de los sindicatos, la convocatoria de una manifestación por parte del TUC. La NAC aglutinaba tanto a feministas como a marxistas, entre otras; esta colaboración cercana con el movimiento obrero provocó hostilidad entre muchas feministas. La defensa del derecho al aborto también provocó recelos entre algunos sindicalistas; en esa época, el movimiento sindical británico no trabajaba mucho ni bien —por decirlo suavemente— por la liberación de las mujeres.

El papel clave lo jugaron las anticapitalistas de la NAC, sobre todo las de los grupos locales; fueron ellas las que propusieron la convocatoria de la manifestación en las reuniones sindicales locales, y las que presentaron argumentos de clase para defender el derecho al aborto. Dicho sencillamente, las mujeres ricas siempre tenían sus clínicas privadas cuando querían llevar a cabo un aborto. La propuesta de Corrie fue un ataque, principalmente, contra las mujeres de la clase trabajadora; antes de la Ley del Aborto de 1967, muchas de ellas morían cada año en abortos, llevados a cabo de manera peligrosa e ilegal en los callejones (los ‘backstreet abortions’). Las activistas utilizaron argumentos así, primero para conseguir la convocatoria formal, y luego para movilizar para la propia manifestación: la burocracia sindical no quería o no sabía hacerlo. Lograron el apoyo incluso de secciones sindicales de fuerte mayoría masculina. (Ver las entrevistas retrospectivas con activistas de aquella lucha en Socialist Worker, 6/11/2004). El éxito de la protesta —las estimaciones van desde 50 a 100 mil; yo participé y sólo puedo decir que fue enorme— se debió a este trabajo de base. Y todo esto sólo fue posible porque estas activistas tenían claro que la defensa del derecho al aborto era una cuestión de clase, no una lucha “entre hombres y mujeres”. Tras todo este trabajo, el día de la manifestación, un grupo de 300 feministas intentaron ponerse a la cabeza de la manifestación, delante de la cabecera convocante. Argumentaron que “el aborto era un asunto de mujeres y que la jerarquía masculina sindical había dominado y trabajado en contra del ‘movimiento de mujeres’ en la manifestación.” El mismo grupo luego intentó poner su pancarta en la tarima al final de la manifestación.

Posteriormente, la NAC acordó una declaración en respuesta: “Luchamos activamente por una manifestación convocada por el TUC porque creíamos que era la mejor manera de reunir al máximo número de personas contra el proyecto de ley de Corrie. Sin los sindicatos, no había posibilidad de llegar a las mujeres más allá del círculo limitado del movimiento feminista (y de la gente que lee la prensa liberal de clase media).”

Añadieron: “fueron las mujeres que habían luchado para ganar el debate en las secciones sindicales las que estaban en los contingentes sindicales de la cabecera. La acción de ocupar la cabecera fue un insulto hacia ellas, una presunción de que ellas tenían menos derecho a estar allí que otras mujeres que no habían participado directamente en la campaña en absoluto.”

Con decenas de miles de mujeres y hombres que habían acudido a la convocatoria sindical —gracias al trabajo de base de activistas sindicales inspiradas en un análisis de clase— era evidente que este pequeño grupo de feministas radicales no era la dirección real de la lucha. El principal efecto de su intervención fue complicar la posterior colaboración entre la NAC y el movimiento sindical. Aún así, la masiva movilización contribuyó a que Corrie retirase su propuesta. (Las citas de la NAC, y gran parte del relato de los hechos, son de Hoggart s.f.)

La conclusión final es que no debe haber debate entre anticapitalistas o marxistas respecto a si se ha de luchar contra la opresión de las mujeres, aquí y ahora; ni acerca de si debemos tener como objetivo la liberación de las mujeres, de hecho la liberación sexual en general. Los debates son, primero, cómo luchar en lo inmediato. La lucha contra Corrie demuestra que una visión de clase no implica posponer las demandas de las mujeres hasta “después de la revolución”, sino que puede ser la mejor manera de luchar por estas demandas a corto plazo. Y debe ser evidente que la liberación final no se puede conseguir dentro de una sociedad capitalista (ni tan siquiera dentro de una de capitalismo de Estado como la China de Mao, o la Cuba de Castro); requiere una revolución socialista, desde abajo, para acabar con el capitalismo, una enorme lucha en la que millones de personas, tanto hombres como mujeres, abandonarán sus ideas sexistas, racistas, homófobas… Y una revolución así no puede tener éxito —ni tan siquiera puede plantearse—, sin la mitad femenina de la humanidad, sin la liberación de las mujeres.

Bibliografía

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Comentarios

  1. Acabo de encontrar un artículo excelente de Andrea d'Atri que profundiza más en la relación etre marxismo y feminismo:
    http://andreadatri.blogspot.com/2008/06/feminismo-y-marxismo-ms-de-30-aos-de.html

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