Argumentos simplistas ante la crisis
La crisis económica es una cosa demasiado complicada para las mentes simplistas de muchos de nosotros. Somos incapaces de entender lo que pasa.
El día después de estallar la crisis, la gente formada y dispuesta a trabajar era la misma, los recursos naturales igual, las necesidades humanas eran las del día anterior. Pero de repente, a los trabajadores se les tiene que despedir, para que dejen de producir estas necesidades.
Muy extraño. Hagamos un esfuerzo para entenderlo.
Recordemos como, en los años 80, la Dama de Hierro Margaret Thatcher declaraba que “There is no alternative” (traduzco para los que no hayan estudiado ciudadanía en València: “no hay alternativa”).
Más tarde, tras la caída de las dictaduras del Este, mentes más filosóficas llegaron a hablar del “fin de la historia”.
A lo que no había alternativa, lo que representaba la última estación del tren de la historia, era, por supuesto, el neoliberalismo.
Se tenía que recortar y privatizar cualquier servicio público. Se tenía que desregular cualquier actividad comercial, para no interferir con el “libre mercado”. El Estado tenía que limitarse a sus funciones mínimas de asegurar los beneficios de las empresas, e impedir que las ingratas gentes trabajadoras aguasen la fiesta de los ganadores.
Todo esto se convirtió en lo que se llamó “el consenso de Washington”. Parece que, por algún descuido, los miles de pobres que viven en la capital estadounidense estaban fuera de la sala cuando se consensuó este asalto a sus pocos derechos sociales.
Así que durante muchos años, y hasta hace muy poco, los políticos pro sistema —es decir, casi todos— y unos economistas bien pagados, salían en la TV o la prensa escrita, para dar complejas explicaciones de las bondades del sistema y de la imposibilidad de organizar la economía de otra manera que no fuese la del mercado libre y el Estado calladito.
Pero ahora, de repente, los mismos políticos, los mismos comentaristas, y evidentemente los mismos economistas estrella —cobrando aún más, imagino— vuelven a nuestras pantallas argumentando lo contrario.
Ahora nos dan explicaciones más complejas, si cabe, de por qué el Estado debe dar miles de millones de euros a los bancos. De por qué ahora los estados ricos deben adoptar políticas de inversión pública, rompiendo incluso los anteriormente sagrados acuerdos de Maastricht en Europa, que prohibían los grandes déficits presupuestarios.
Ellos son lo suficientemente listos para saber que no existe contradicción alguna entre los diez mandamientos de Washington, que antes defendían con tanta pasión, y el nuevo testamento: dar a César —es decir a los bancos— lo que es… nuestro.
Es que los demás, los que trabajamos por un salario —si tenemos la suerte de tener un trabajo y un salario— no somos tan listos.
No entendemos sus complejas explicaciones. Somos, admitámoslo, algo simplistas.
Hablo de “nosotros”, porque no sólo soy yo. El otro día topé en Barcelona con una manifestación llena de gente incapaz de entender las explicaciones que nos dan acerca de la crisis y de la necesidad de que nos apretemos el cinturón.
Llevaban una pancarta en la que rezaba: “Que la crisis la paguen los ricos”. A mí, este argumento simplista me parece razonable. Si los ricos son los que disfrutaban de la fiesta de su boom, deben ser ellos los que paguen los platos rotos ahora que se acabó, no nosotros, que nunca fuimos invitados, o bien tuvimos que acudir, con contratos precarios, para servirles las copas.
La ingenuidad no acaba aquí. Había otras demandas, más concretas, más simplistas.
“¡Ni un euro para los bancos, primero las personas!” Que si los bancos llevan años subiéndonos la hipoteca o las letras, e incluso en plena crisis sacan beneficios millonarios, ¿por qué se merecen el plan de apoyo de 150.000 millones de euros que propone el gobierno?
¿No sería mejor apoyar a la gente que no llega a fin de mes?
“El reconocimiento de la vivienda como un derecho. ¡Ningún desalojo por motivos económicos!” Parece que no soy la única persona que piensa que las casas son para alojar a la gente, no para que las empresas saquen beneficios de la especulación… y luego piden dinero público cuando la jugada les sale mal.
Y así en adelante, respecto a los despidos, los servicios públicos, los derechos de las personas inmigradas…
A mí, me hace pensar en otro momento, hace más de 5 años, cuando hubo una incomprensión mutua similar entre los dirigentes políticos —así como muchos tertulianos televisivos— y la masa de la población; antes de la invasión de Irak.
Nos dieron complejas explicaciones para justificar la guerra. Nos dijeron que había armas de destrucción masiva: ahora incluso Bush reconoce que no era verdad (no así Aznar). Nos hablaron de una conexión entre Sadam Husein y Bin Laden: la única es que ambos habían trabajado para EEUU. Nos dijeron que la invasión nos salvaría de las amenazas terroristas: que se lo digan a los supervivientes y familiares de víctimas del 11-M.
Entonces, el argumento simplista del “no a la guerra” demostró tener más razón que todas las justificaciones elaboradas del sí a la masacre.
¿No sería posible que las respuestas simplistas también tengan razón hoy, ante la crisis? ¿Que, efectivamente, antes de proteger los intereses de la minoría rica, se deberían cuidar las necesidades de la humanidad y del planeta en que vivimos?
Ante la múltiple crisis —económica, bélica, ecológica, humana…— las demandas “simplistas” son, de hecho más realistas que los argumentos de los expertos.
Por ejemplo, ante los EREs en Nissan, SEAT, y sus proveedores, podemos exigir que no se despida a nadie, y que cualquier exceso de capacidad de producción se reconvierta en producción de buses y tranvías, así como de equipos de energía solar y eólica.
Así, se podría responder a la vez a la amenaza del paro, a la falta de transporte público y al excesivo uso del petróleo, y a lo que conlleva tanto de cambio climático como de impulso a la guerra.
Seguro que con un poco de imaginación, y dejando atrás el argumento de que “no hay alternativa”, podremos pensar en otras muchas soluciones… simplistas, por supuesto.
Para acabar, una última simplicidad.
Si logramos decidir 10 o 15 demandas sencillas y de consenso, como hicimos con el “no a la guerra”, ¿no sería posible que superásemos las divisiones entre la gente que pensamos que el mundo podría funcionar de otra forma? ¿Al menos como lo hicimos en 2003; cada uno manteniendo sus propias ideas, pero colaborando a la vez en lo que compartimos?
Evidentemente, y sin mencionar nombres, los hay que entonces querían que las cosas se cambiasen, y ahora quieren que todo siga igual.
Pero la enorme mayoría de la gente no tenemos la visión sofisticada de los políticos y economistas. Somos simplistas. Pensamos que la gente vale más que los beneficios. Si logramos unirnos entorno a esto, sabemos que podemos hacer tambalear, hasta caerse, a los gobiernos y a los poderosos.
El día después de estallar la crisis, la gente formada y dispuesta a trabajar era la misma, los recursos naturales igual, las necesidades humanas eran las del día anterior. Pero de repente, a los trabajadores se les tiene que despedir, para que dejen de producir estas necesidades.
Muy extraño. Hagamos un esfuerzo para entenderlo.
Recordemos como, en los años 80, la Dama de Hierro Margaret Thatcher declaraba que “There is no alternative” (traduzco para los que no hayan estudiado ciudadanía en València: “no hay alternativa”).
Más tarde, tras la caída de las dictaduras del Este, mentes más filosóficas llegaron a hablar del “fin de la historia”.
A lo que no había alternativa, lo que representaba la última estación del tren de la historia, era, por supuesto, el neoliberalismo.
Se tenía que recortar y privatizar cualquier servicio público. Se tenía que desregular cualquier actividad comercial, para no interferir con el “libre mercado”. El Estado tenía que limitarse a sus funciones mínimas de asegurar los beneficios de las empresas, e impedir que las ingratas gentes trabajadoras aguasen la fiesta de los ganadores.
Todo esto se convirtió en lo que se llamó “el consenso de Washington”. Parece que, por algún descuido, los miles de pobres que viven en la capital estadounidense estaban fuera de la sala cuando se consensuó este asalto a sus pocos derechos sociales.
Así que durante muchos años, y hasta hace muy poco, los políticos pro sistema —es decir, casi todos— y unos economistas bien pagados, salían en la TV o la prensa escrita, para dar complejas explicaciones de las bondades del sistema y de la imposibilidad de organizar la economía de otra manera que no fuese la del mercado libre y el Estado calladito.
Pero ahora, de repente, los mismos políticos, los mismos comentaristas, y evidentemente los mismos economistas estrella —cobrando aún más, imagino— vuelven a nuestras pantallas argumentando lo contrario.
Ahora nos dan explicaciones más complejas, si cabe, de por qué el Estado debe dar miles de millones de euros a los bancos. De por qué ahora los estados ricos deben adoptar políticas de inversión pública, rompiendo incluso los anteriormente sagrados acuerdos de Maastricht en Europa, que prohibían los grandes déficits presupuestarios.
Ellos son lo suficientemente listos para saber que no existe contradicción alguna entre los diez mandamientos de Washington, que antes defendían con tanta pasión, y el nuevo testamento: dar a César —es decir a los bancos— lo que es… nuestro.
Es que los demás, los que trabajamos por un salario —si tenemos la suerte de tener un trabajo y un salario— no somos tan listos.
No entendemos sus complejas explicaciones. Somos, admitámoslo, algo simplistas.
Hablo de “nosotros”, porque no sólo soy yo. El otro día topé en Barcelona con una manifestación llena de gente incapaz de entender las explicaciones que nos dan acerca de la crisis y de la necesidad de que nos apretemos el cinturón.
Llevaban una pancarta en la que rezaba: “Que la crisis la paguen los ricos”. A mí, este argumento simplista me parece razonable. Si los ricos son los que disfrutaban de la fiesta de su boom, deben ser ellos los que paguen los platos rotos ahora que se acabó, no nosotros, que nunca fuimos invitados, o bien tuvimos que acudir, con contratos precarios, para servirles las copas.
La ingenuidad no acaba aquí. Había otras demandas, más concretas, más simplistas.
“¡Ni un euro para los bancos, primero las personas!” Que si los bancos llevan años subiéndonos la hipoteca o las letras, e incluso en plena crisis sacan beneficios millonarios, ¿por qué se merecen el plan de apoyo de 150.000 millones de euros que propone el gobierno?
¿No sería mejor apoyar a la gente que no llega a fin de mes?
“El reconocimiento de la vivienda como un derecho. ¡Ningún desalojo por motivos económicos!” Parece que no soy la única persona que piensa que las casas son para alojar a la gente, no para que las empresas saquen beneficios de la especulación… y luego piden dinero público cuando la jugada les sale mal.
Y así en adelante, respecto a los despidos, los servicios públicos, los derechos de las personas inmigradas…
A mí, me hace pensar en otro momento, hace más de 5 años, cuando hubo una incomprensión mutua similar entre los dirigentes políticos —así como muchos tertulianos televisivos— y la masa de la población; antes de la invasión de Irak.
Nos dieron complejas explicaciones para justificar la guerra. Nos dijeron que había armas de destrucción masiva: ahora incluso Bush reconoce que no era verdad (no así Aznar). Nos hablaron de una conexión entre Sadam Husein y Bin Laden: la única es que ambos habían trabajado para EEUU. Nos dijeron que la invasión nos salvaría de las amenazas terroristas: que se lo digan a los supervivientes y familiares de víctimas del 11-M.
Entonces, el argumento simplista del “no a la guerra” demostró tener más razón que todas las justificaciones elaboradas del sí a la masacre.
¿No sería posible que las respuestas simplistas también tengan razón hoy, ante la crisis? ¿Que, efectivamente, antes de proteger los intereses de la minoría rica, se deberían cuidar las necesidades de la humanidad y del planeta en que vivimos?
Ante la múltiple crisis —económica, bélica, ecológica, humana…— las demandas “simplistas” son, de hecho más realistas que los argumentos de los expertos.
Por ejemplo, ante los EREs en Nissan, SEAT, y sus proveedores, podemos exigir que no se despida a nadie, y que cualquier exceso de capacidad de producción se reconvierta en producción de buses y tranvías, así como de equipos de energía solar y eólica.
Así, se podría responder a la vez a la amenaza del paro, a la falta de transporte público y al excesivo uso del petróleo, y a lo que conlleva tanto de cambio climático como de impulso a la guerra.
Seguro que con un poco de imaginación, y dejando atrás el argumento de que “no hay alternativa”, podremos pensar en otras muchas soluciones… simplistas, por supuesto.
Para acabar, una última simplicidad.
Si logramos decidir 10 o 15 demandas sencillas y de consenso, como hicimos con el “no a la guerra”, ¿no sería posible que superásemos las divisiones entre la gente que pensamos que el mundo podría funcionar de otra forma? ¿Al menos como lo hicimos en 2003; cada uno manteniendo sus propias ideas, pero colaborando a la vez en lo que compartimos?
Evidentemente, y sin mencionar nombres, los hay que entonces querían que las cosas se cambiasen, y ahora quieren que todo siga igual.
Pero la enorme mayoría de la gente no tenemos la visión sofisticada de los políticos y economistas. Somos simplistas. Pensamos que la gente vale más que los beneficios. Si logramos unirnos entorno a esto, sabemos que podemos hacer tambalear, hasta caerse, a los gobiernos y a los poderosos.
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