Reformismo
El término reformismo, tradicionalmente, se ha aplicado a los partidos como el PSOE, partidos que se calificaban de socialistas, pero que querían cambiar la sociedad con reformas graduales, normalmente conseguidas mediante el Estado.
Sin embargo, es cada vez más cuestionable si a algunos de estos partidos se les puede definir de reformistas. El caso más extremo sería el “nuevo laborismo” de Tony Blair, en Gran Bretaña, que parece haber abandonado cualquier intención de cambiar las cosas. El Partido Socialista de Jospin, en Francia, se mantiene más fiel a las tradiciones, mientras que el PSOE, bajo Zapatero, se encuentra en algún lugar indeterminado entre los dos anteriores.
Hoy en día, la corriente política más auténticamente reformista se podría encontrar en sectores del movimiento antiglobalización. Como ejemplo, pienso en un chico que está en el mismo comité antiglobalización que yo que, cada vez que sale el tema, dice “yo soy reformista.” La verdad es que dice esto mientras él y yo participamos en las movilizaciones contra el BM, contra la guerra o contra la UE. El declarado reformista y el declarado revolucionario no parecen actuar de forma muy diferente. ¿Cuál, entonces, es el problema con el reformismo?
La respuesta se ve más fácilmente mirando a los que llevan décadas practicándolo.
El auge del reformismo lo encontramos en el norte de Europa, en los años 50 y 60 del s. XX. Se desarrollaba el estado del bienestar, con sistemas sanitario y educativo públicos, y mejor financiados que nunca. Sectores importantes de la economía se encontraban en manos del Estado. Parecía —era— un mundo muy diferente del de las crisis de los años 30. Muchos intelectuales se entusiasmaron tanto como para argumentar que ya no tenía sentido hablar del capitalismo.
Ya, a finales de los años 70, todo esto se había acabado. Los mismos partidos “socialdemócratas” empezaron a privatizar y a recortar igual que los partidos conservadores.
¿Qué había pasado?
El reformismo no se define por el hecho de intentar conseguir mejoras en la vida de la gente corriente, de los trabajadores, ya que cualquier revolucionario también lucha por mejoras parciales.
La esencia del reformismo es la búsqueda de reformas en el capitalismo, pero no una ruptura con él. En el período de boom, en los 50 y 60, fue posible conseguir mejoras sin cuestionar las bases del capitalismo. Pero desde los años 70 en adelante, hemos vivido varias crisis importantes. Ya no se permite la ambigüedad; se puede luchar por mejorar la vida de la mayoría de la gente o se puede defender al sistema. No se pueden hacer ambas cosas a la vez.
El último intento de un reformismo realmente comprometido fue el de Allende en Chile, a principios de los años 70, con su Gobierno de Unidad Popular.
Como todo reformista, se encontró inmerso en un dilema, entre la presión desde el Estado capitalista, para que defendiera sus intereses, y las demandas desde abajo, de la gente que le había votado. Como todo reformista, vacilaba. En un momento cedía a las luchas, en otro, hacía concesiones a la derecha (por ejemplo, cuando invitó a Pinochet a entrar en su Gobierno). A pesar de las concesiones de Allende, la clase dirigente quería más, y apoyó el golpe de Pinochet. Tanto Allende como miles de activistas sindicales y de izquierdas perdieron sus vidas.
Fue una lección durísima, que nos demuestra que no se puede jugar con las reformas, o más bien, no se puede jugar con el Estado. Si nos limitamos a luchar a medias, excluyendo una ruptura con el sistema, acabaremos pagando un alto precio.
En este sentido, Tony Blair es el más realista de todos los dirigentes “reformistas”, y se revela, cada vez más, como simplemente un defensor del capitalismo. Jospin, bajo una fuerte presión de luchas sociales, sigue intentando evitar posicionarse definitivamente. Quizá la muestra más gráfica de esto es la asistencia de sus representantes en Porto Alegre, a la vez que colabora en la guerra de Bush. Pero, a no ser que la economía mundial vuelva al boom de los años 50 —algo que es bastante improbable, por no decir imposible— se verá obligado a atacar las condiciones de vida de la gente o a atacar al capitalismo. Toda la experiencia anterior sugiere que elegirá la primera opción.
Volvamos al caso del “reformista” del comité antiglobalización, y a las muchas personas dentro del movimiento que piensan como él.
Existe una diferencia muy importante entre estas personas y los dirigentes de los partidos reformistas. Ésta reside en que, por lo general, los primeros buscan las reformas mediante la movilización, en vez de desde el Estado.
Por esta razón, no es del todo correcto definirlos de reformistas; en un momento en el que se tenga que escoger entre el otro mundo necesario y la permanencia de las estructuras del capitalismo, no queda del todo claro qué escogerán la segunda opción.
El reformista es quién quiere que las cosas sean mejores, a la vez que pone límites; no transformar los cimientos del capitalismo. Quizá los antiglobalizadores “reformistas” no reconozcan que existe este dilema. Pero siempre que se piense que la cuestión es hipotética, se les puede pedir una respuesta.
Les planteo una pregunta:
¿En el caso que se tuviera que abandonar la lucha por una mejora importante o poner en peligro al capitalismo, qué escogerían?
Los que escogerían defender el capitalismo ya no buscan reformar nada. Los que están dispuestos a romper con el capitalismo tampoco se pueden definir de reformistas.
En este sentido, en el mundo de hoy, el reformismo tiene una vida limitada.
Sin embargo, hoy por hoy, muchos sectores se enfrentarán a esta prueba.
En el caso de, por ejemplo, un sector de la dirección de ATTAC Francia, parece que ya se sabe como responderá. Para los activistas de base, no queda claro, pero no podrán evitar para siempre el dilema.
Sin embargo, la imagen de Blair, totalmente entregado a la guerra de Bush, debe servirnos de terrible advertencia.
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