Golpear juntos: el frente único ayer y hoy

Artículo aparecido en La Hiedra, abril de 2009 · Foto: manifestación contra la guerra en Irak, Barcelona, 15 de febrero de 2003, convocada por la Plataforma Aturem la Guerra.


El frente único es una táctica esencial para conseguir la unidad de acción. Durante la historia se han dado diversos casos donde se ha conseguido esta unidad. David Karvala explica cómo se ha aplicado en luchas pasadas, y su relevancia hoy.

Uno de los problemas casi eternos de la izquierda anticapitalista es el desajuste entre sus propias fuerzas, normalmente bastante limitadas, y los grandes retos a los que se enfrenta.

Ante esta situación, activistas del pasado desarrollaron el método de frente único. Se trata de buscar unir las fuerzas de todo el movimiento —de la izquierda anticapitalista, de los partidos de la izquierda institucional, de los sindicatos mayoritarios, de los movimientos sociales más moderados…— para una lucha concreta.

No supone olvidar las diferencias entre estos sectores. Al contrario, es en la lucha unitaria donde unas ideas consecuentes anticapitalistas pueden y deben mostrar su valor. Para entender qué significa esto, miremos cómo se ha hecho en el pasado.


El frente único en la práctica: 1917

Las luchas que culminaron en la revolución bolchevique son un buen ejemplo de frente único.

Los bolcheviques han entrado en los libros de historia como una corriente revolucionaria intransigente, pero su intransigencia no excluía en absoluto el trabajo en movimientos amplios, codo con codo con organizaciones reformistas.

En 1905, Rusia pasó por una situación revolucionaria. Ésta estalló cuando 200.000 trabajadores en huelga, que se manifestaban para pedir el apoyo del zar, fueron recibidos a balazos por el ejército del autoritario monarca. Tanto la huelga como la manifestación habían sido convocadas por un sindicato impulsado por la policía. Aún así, los bolcheviques se esforzaron en movilizar para ambas, porque en aquel momento este sindicato tenía el apoyo de la masa de los trabajadores. Ausentarse, por sus más que obvias discrepancias con la dirección del sindicato, habría sido apartarse de los propios trabajadores, y de lo que se convirtió en un movimiento revolucionario muy importante.

Tras la derrota de la revolución de 1905, los bolcheviques buscaron todos los caminos disponibles para relacionarse con los trabajadores. Bajo las condiciones de represión reinantes, esto significaba trabajar en ámbitos nada revolucionarios. Según Lenin: “es obligatorio aprender a actuar legalmente en los parlamentos más reaccionarios, en las organizaciones sindicales, en las cooperativas, en las mutualidades y otras organizaciones semejantes, por más reaccionarias que sean.” Aclaró: “No actuar en el seno de los sindicatos reaccionarios, significa abandonar a las masas obreras insuficientemente desarrolladas o atrasadas, a la influencia de los líderes reaccionarios, de los agentes de la burguesía...”

Ni siquiera el calor de la nueva revolución que estalló con una sublevación espontánea en febrero de 1917, e hizo caer al zar, eliminó la necesidad del frente único.

El ejemplo más importante de éste fueron los soviets, organismos de democracia desde abajo y poder directo de los trabajadores. Empezaron como comités de delegados de fábrica, pero se sumaron representantes de los soldados, luego de los campesinos y de todos los sectores oprimidos de la sociedad rusa.

Al formarse, a principios de 1917, los soviets estuvieron dominados por los partidos de la izquierda moderada: los bolcheviques sólo tenían el apoyo de una pequeña minoría. Pero, lejos de ausentarse de los soviets, los revolucionarios participaron plenamente, luchando por sus ideas tanto en los debates como en la práctica, y así fueron ganando influencia entre la clase trabajadora.

Los dirigentes reformistas estaban en contra de una revolución socialista, y no sólo de palabra. Conjuntamente con elementos del viejo sistema, crearon un “gobierno provisional”, que continuó la guerra y se oponía a los cambios que los trabajadores y los campesinos estaban impulsando desde abajo. Tras un fallido y desorganizado levantamiento en julio de 1917 por parte de soldados y trabajadores radicalizados, el gobierno provisional llegó a reprimir duramente a los bolcheviques.

La extrema derecha, liderada por el General Kornílov, se envalentonó con la represión contra la izquierda revolucionaria y, en agosto de 1917, intentó un golpe militar. Querían acabar con toda la revolución, incluido el gobierno provisional dirigido por el reformista Kerenski. A estas alturas, el descrédito de los dirigentes reformistas ante los trabajadores y soldados era mayúsculo, al menos en Petrogrado, la capital: la única fuerza capaz de liderar la resistencia contra el golpe fueron los bolcheviques.

Así que los líderes bolcheviques, Trotski —en ese momento encarcelado por los reformistas— y Lenin —escondido para no correr el mismo destino— tuvieron que decidir si defendían o no a los reformistas contra sus propios aliados del día anterior.

Los marinos fueron a la cárcel para pedir la opinión de Trotski. Éste respondió de forma gráfica: “apoyad el fusil sobre el hombro de Kerenski y disparad contra Kornílov, después le ajustaremos las cuentas a Kerenski”.

Lenin lo describió así: “¿En qué consiste el cambio de nuestra táctica después de la sublevación de Kornílov? En que cambiamos la forma de nuestra lucha contra Kerenski. Sin debilitar un ápice nuestra hostilidad hacia él, sin retirar una sola palabra dicha en su contra, sin renunciar al objetivo de derribar a Kerenski, decimos: hay que tomar en cuenta el momento; no vamos a derrocar a Kerenski enseguida: ahora encararemos de otra manera la tarea de luchar contra él.”

A menudo se piensa que con el frente único los y las revolucionarias hacen las paces con el reformismo. Como se vio en 1917, es totalmente lo contrario: el frente único permite pasar de un debate teórico acerca de las virtudes de las ideas revolucionarias o reformistas, a demostrar en la propia lucha que la política revolucionaria es la mejor forma de hacer frente a los ataques de la clase dirigente.

La decisión de los bolcheviques, de unirse a la lucha contra el golpe militar, fue casi el último paso para lograr el apoyo mayoritario de los trabajadores y soldados, necesario para llevar a cabo la revolución socialista de octubre de 1917.

La Internacional Comunista

La victoria de la revolución bolchevique inspiró a activistas de todo el mundo para crear partidos comunistas. En 1919 se fundó la Internacional Comunista, con el objetivo de unir a estos nuevos partidos en un movimiento revolucionario mundial.

En algunos países, les costó a los dirigentes rusos convencer a los activistas revolucionarios de la necesidad de organizarse en partidos independientes de los reformistas. Pero, una vez superado esto, el problema rápidamente se convirtió en otro; convencerles de la necesidad de la unidad en la lucha, incluso con los reformistas.

El contexto fue la crisis económica que se hizo notar a partir de 1921, con ataques a las condiciones de vida por parte de los capitalistas. El revolucionario canadiense, John Riddell, ha estudiado cómo la Comintern, en su congreso de 1922, hizo frente a esta situación: “La mayoría de los trabajadores políticamente conscientes de los principales países de Europa todavía seguían a los partidos reformistas, a pesar de que las direcciones de esos partidos habían traicionado a la clase trabajadora: primero llevándolos a la carnicería de la Primera Guerra Mundial, luego al final de la guerra, bloqueando los intentos de crear el socialismo. Pero no había suficiente con denuncias a estos partidos. La Comintern argumentó por la unidad dentro de la clase trabajadora, que en cada industria se debía luchar para agrupar a todo el mundo en una lucha unificada.”

Riddell explica que esta estrategia no simplemente descendió desde arriba: “leyendo las actas del congreso te da una sensación del gran peso de los propios luchadores de base en crear esta política”.

Esta táctica provocó oposición entre algunos sectores de los nuevos partidos comunistas. Algunos sugirieron un “frente único” sólo con las bases de los partidos reformistas, excluyendo a las direcciones traicioneras. Trotski, entonces un destacado dirigente de la Comintern, rebatió esta idea:

“Esta pregunta es el fruto de un malentendido. Si hubiésemos podido unir a las masas obreras alrededor de nuestra bandera, o de nuestras consignas normales, empequeñeciendo a las organizaciones reformistas, partidos o sindicatos, sería, ciertamente, la mejor de las cosas. Pero en ese caso la cuestión del frente no se plantearía ni incluso bajo su forma actual. La cuestión del frente único se plantea porque fracciones muy importantes de la clase obrera pertenecen a las organizaciones reformistas o las apoyan. Su experiencia actual no es aún suficiente para hacerles abandonarlas y organizarse con nosotros.”

Los principios elaborados por la Comintern fueron aplicados con más o menos habilidad en las luchas de los siguientes años, y luego fueron desapareciendo de la estrategia de los partidos comunistas. Aun así, las experiencias y debates de ese período, dentro de un movimiento revolucionario internacional, son un activo sin precio para las y los activistas de hoy.

Tercer período: sectarismo ante los nazis

El abandono de la táctica de frente único en los años 30, con la aplicación de políticas opuestas, pero igualmente desastrosas, ante la subida primero de Hitler y luego de Franco, sólo se puede entender en el contexto de los intereses de los burócratas que dirigían la URSS.

A lo largo de los años 20, con el fracaso de la revolución internacional, la URSS se alejó cada vez más de la explosión democrática de 1917. Entre 1927 y 1929, la burocracia dirigida por Stalin se hizo con el poder por completo, llevando a cabo una contrarrevolución. Adoptaron un discurso muy “izquierdista” para encubrir este paso.

Según ellos, en 1928, había empezado un “tercer período” del capitalismo, en el cual el fascismo y la socialdemocracia eran simplemente dos instrumentos de la burguesía en su lucha contra los trabajadores combativos y el partido comunista. Moscú impuso a los partidos comunistas una política sectaria, excluyendo cualquier colaboración con los socialdemócratas y escindiéndose los sindicatos, para crear pequeños “sindicatos rojos”.

Así que durante la subida al poder de Hitler en Alemania, mientras los escuadrones nazis atacaban a judíos y sindicalistas en la calle, el partido comunista alemán (KPD) declaró que un gobierno socialdemócrata sería mil veces peor que una dictadura fascista abierta. El dirigente comunista, Thälmann, argumentó en 1931 (dos años antes de la toma de poder nazi), que “El fascismo no empezará cuando llegue Hitler, empezó ya hace tiempo”. El KPD se presentó como el único partido antifascista; los demás eran simplemente variantes del fascismo, y no tenía sentido colaborar con ellos contra los nazis.

Es cierto que el partido socialdemócrata alemán (SPD) tenía un terrible historial. En 1919 había asesinado a Rosa Luxemburg y a Karl Liebknecht, destacados revolucionarios, y había contribuido de forma decisiva en la derrota de la revolución alemana (Ver La Hiedra, diciembre 2008). En 1929, el jefe de policía de Berlín, socialdemócrata, prohibió las manifestaciones del primero de mayo; 30 personas murieron en la consecuente represión.

Trotski conocía estos hechos, pero propuso una política totalmente opuesta a la del estalinista KPD. Insistió en la necesidad del frente único contra el fascismo, citando la experiencia de los bolcheviques en la lucha contra Kornílov, en 1917.

En 1931, Trotski escribió: 

La aplastante mayoría de los obreros socialdemócratas quiere pelear contra los fascistas, pero, por el momento, todavía, únicamente junto con sus organizaciones. Es imposible saltarse esta etapa. Debemos ayudar a los obreros socialdemócratas a verificar en la práctica… lo que valen sus organizaciones y sus jefes cuando es cuestión de vida o muerte para la clase obrera.

Igual que en 1917, Trotski insistió en que esto no implicaba esconder las diferencias con los reformistas: “¡Ninguna plataforma común con la socialdemocracia o los dirigentes de los sindicatos alemanes…! ¡Ponerse de acuerdo únicamente sobre la manera de golpear, sobre quién y cuándo golpear!” Lo importante era impulsar la acción real en la calle.

El KPD rechazó esta idea rotundamente. Como mucho, habló del “frente único desde abajo”, que la Comintern había rechazado en 1922.

El frente único podría haber funcionado. En las elecciones legislativas de 1930, los nazis aumentaron sus votos hasta 6.400.000. El KPD también creció, hasta casi 4.600.000 votos. El SPD bajó mucho, pero aún así, con más de 8,5 millones, fue el partido más votado. La fuerza potencial de la izquierda en su conjunto, la de la clase trabajadora, era mucho mayor que la del fascismo, sobre todo en la lucha. Hitler llegó al poder porque esta fuerza no se utilizó.

En los pocos sitios donde se intentó —a veces gracias a los esfuerzos del pequeñísimo grupo de seguidores de Trotsky— se logró crear un movimiento unitario contra los nazis a nivel local. Muchos activistas de base, tanto del SPD como del KPD, apoyaron estas iniciativas. Pero las fuerzas a favor del frente único fueron insuficientes para superar la oposición de las cúpulas de ambos partidos. Los dirigentes socialdemócratas jugaron un papel criminal. Pero es innegable que la desastrosa estrategia sectaria practicada por el partido comunista alemán tuvo gran parte de la culpa al permitir la victoria nazi en 1933.

Frente Popular: unidad con la burguesía

La política sectaria del “tercer período” fue echada por la borda no por los dirigentes, sino por la propia clase trabajadora.

Los fascistas franceses, envalentonados por la victoria nazi, intentaron dar un golpe el 6 de febrero de 1934. Seis días después, en una huelga general contra los fascistas, manifestantes socialistas y comunistas marcharon juntos por primera vez en años, al grito de “¡Unidad, unidad!”.

En mayo de 1934, la dirección soviética empezó a abrirse a la idea de una alianza contra el fascismo.

La victoria de Hitler representó una clara amenaza para la URSS, amenaza que la visión sectaria del “tercer período” se había demostrado incapaz de frenar. Pero la nueva política estalinista consistió en buscar, no la unidad obrera, sino alianzas diplomáticas con países capitalistas, principalmente con Francia y Gran Bretaña, frente a Alemania.

La tarea del PCF en esta situación no era luchar por los intereses de los trabajadores —ni mucho menos por la revolución— sino subordinarlo todo a la consecución de un pacto franco-soviético.

El dirigente del PCF, Thorez, tras años de negarse a colaborar incluso con los socialistas, se dedicó a atraer al “Partido radical”, un partido de centro y defensor de la propiedad privada. Este flirteo significó esconder las diferencias políticas: Thorez declaró su acuerdo con el programa del Partido radical.

En mayo de 1935, la URSS incluso firmó un pacto de defensa mutua con el gobierno derechista francés. Stalin declaró que “comprende y aprueba plenamente la política de defensa nacional de Francia con el objetivo de mantener su fuerza armada a un nivel que garantice la seguridad”. El PCF adoptó la misma actitud. Como denunció Trotski en ese momento, Thorez y el resto de la dirección del PCF “se transforman abiertamente en la policía estalinista del proletariado francés”.

Mientras, la plataforma electoral del frente popular se limitó a las posiciones del centrista partido radical. En plena crisis, el PCF declaró su respeto por la propiedad privada, rechazando la demanda de los socialistas de incluir nacionalizaciones en el programa electoral.

El frente popular arrasó en las elecciones de abril y mayo de 1936, y el socialista Léon Blum se convirtió en primer ministro de Francia en junio.

La victoria fue recibida con entusiasmo por los trabajadores, con una explosión de huelgas y ocupaciones. Pero en cuanto éstas empezaron a pasar los límites del programa del frente popular, el lema del PCF fue “debemos saber cómo terminar una huelga”. Thorez insistió en que no se hiciera nada que causase problemas al gobierno. El partido comunista tuvo una presencia muy importante en estas luchas y logró contener muchas de ellas.

En el Estado español, en el mismo período, hubo un Gobierno del frente popular, que en julio de 1936 sufrió el golpe franquista. Igual que en Francia, los dirigentes comunistas hicieron lo posible por contener la oposición a Franco dentro del marco del capitalismo, esperando así conseguir el apoyo de las democracias burguesas. La bancarrota del frente popular se evidenció cuando ni tan siquiera el gobierno frentepopulista francés acudió a ayudar a su homólogo español.

El frente popular galo sucumbió en 1938. El partido radical —aliado tan deseado por el PCF dos años antes— declaró que ya no colaboraría con los comunistas. Los “radicales” formaron gobierno con la derecha, y se dedicaron a revertir las reformas introducidas en 1936. En 1940, el mismo parlamento elegido en 1936, con masiva mayoría del frente popular, le dio el poder a mariscal Pétain, colaborador de los nazis.

La vigencia del frente único

El balance histórico es clarísimo para cualquier anticapitalista. La táctica del frente único contribuyó al éxito —aunque sólo fuese temporal— de la revolución rusa. Más recientemente, ha sido la forma de funcionar de la mayor movilización de los últimos años, del movimiento antiguerra, así como del movimiento antifascista en Gran Bretaña. Las políticas del “tercer período” y del frente popular, en cambio, fueron desastrosas.

Además, debe ser evidente que estas políticas respondieron, no a las propias necesidades de la lucha, sino a los intereses de la burocracia dirigente soviética.

Tristemente, incluso hoy en día, tras la caída de la URSS, algunas de estas ideas todavía tienen apoyo.

El espíritu del frente popular subyace, lo sepan o no, en la actuación de los burócratas sindicales que intentan mantener la “paz social” y evitar huelgas. En un sentido, también está presente en la idea de “movimientos sin partidos” que defienden algunos anticapitalistas, que intentan impedir que los grupos explícitamente políticos expresen ideas que no sean de consenso.

Pero mucho más extendida entre los activistas anticapitalistas —otra vez, sin saber su origen— es la política del tercer período: la negación por principio a trabajar con organizaciones reformistas.

Existen dos argumentos típicos que vale la pena analizar.

El primero: “Lo llaman reformismo y no lo es”. Los hay que aceptan que el frente único funcionó en el pasado, pero argumentan que ahora el reformismo ha cambiado tanto su carácter —efectivamente dejando de serlo— que ya no se pueden plantear luchas conjuntas.

Una objeción inmediata a este argumento es que los crímenes del reformismo no son nuevos. El KPD recordó el terrible historial del SPD para rechazar una lucha unitaria contra el nazismo, con el resultado de millones de muertos en el Holocausto.

Más importante, la trasformación o incluso la desaparición de un partido reformista en concreto no acaba con el reformismo como tal. Éste tiene raíces muy profundas, en el propio funcionamiento del sistema, y en la naturaleza de la conciencia de gran parte de las y los trabajadores.

La clase trabajadora no es un monolito revolucionario, que siempre lucha contra el capitalismo. Trotski describió cómo, siendo alumno de secundaria, veía que una minoría siempre apoyaba a las autoridades. Por otro lado, siempre había una minoría combativa, los que se resistían, pasase lo que pasase. Y luego, en medio, estaba la mayoría, con las ideas confusas. Según el momento y las experiencias vividas en cada paso, este bloque intermedio podía dejarse arrastrar —o convencer— por los unos o por los otros.

El revolucionario italiano Gramsci lo describió de forma más filosófica como “consciencia contradictoria”, donde las ideas provenientes de experiencias muy variadas convivían en las cabezas de la gente; ideas muy radicales con otras muy conservadoras. Es esta mezcla la que forma la base del reformismo: la combinación del deseo de que las cosas cambien con la creencia de que lo único que se puede esperar es alguna pequeña mejora a través del sistema.

Estas ideas existirán mientras exista el capitalismo, reflejándose en los partidos institucionales de izquierdas, en los sindicatos mayoritarios, en las grandes ONGs, etc. El reformismo puede cambiar su forma, pero no desparece.

El segundo: “Los reformistas no quieren un frente único”. La verdad es que los dirigentes de los partidos socialdemócratas y los sindicatos mayoritarios siempre evitan, si pueden, colaborar con la izquierda anticapitalista. Su problema es que sus bases quieren mejoras y pueden ver la necesidad de una lucha unitaria, si existe una izquierda anticapitalista capaz de planteársela. Es ésta la cuestión fundamental hoy.

Trotski explicó en 1922 que “el problema del frente único no se plantea en los países en que el Partido Comunista aparece como la única organización que dirige la lucha de las masas trabajadoras.” En cambio: “donde el Partido Comunista comprende a la cuarta o tercera parte de la vanguardia proletaria, la cuestión del frente único se plantea con toda su agudeza.”

Es evidente que hoy en día no estamos en ninguna de estas dos situaciones. Se aplicaría más la otra posibilidad planteada por Trotski, en la que los revolucionarios organizados “sólo representan a una minoría numéricamente insignificante”, con lo cual “la cuestión de su actitud hacia el frente de la lucha de clases no tiene una importancia decisiva”, y “las acciones de masas serán dirigidas por las antiguas organizaciones [reformistas]”.

Siguiendo este análisis, el principal obstáculo para el frente único no son los dirigentes reformistas, sino la falta de peso social de la izquierda anticapitalista. Es evidente que en el Estado español ninguna organización de la izquierda anticapitalista está en condiciones de proponer una lucha unitaria —digamos, una huelga general contra la crisis— a las cúpulas de CCOO y la UGT.

Aun así, Trotski es demasiado tajante. En sitios concretos, o en luchas concretas, sí es posible que las fuerzas anticapitalistas en su conjunto tengan suficiente peso como para obligar a las organizaciones reformistas a participar en luchas unitarias.

Un buen ejemplo se vivió en Barcelona a principios de esta década. El rápido crecimiento del movimiento anticapitalista en la ciudad en 2000, y el dinamismo demostrado en la movilización contra el Banco Mundial en 2001 y luego contra una cumbre de la UE en 2002, hicieron que los partidos institucionales de la izquierda y los sindicatos mayoritarios se sumasen a esta última manifestación. En 2003, estas fuerzas se integraron en la Plataforma Aturem la Guerra, junto a los diversos sectores de la izquierda anticapitalista, contribuyendo a que el movimiento antiguerra fuese tan grande y dinámico en Catalunya.

En Madrid, en cambio, todas las grandes movilizaciones contra la guerra las han convocado el PSOE, CCOO, etc., sin tener que contar con los movimientos sociales independientes de ellos ni con la izquierda anticapitalista. Como resultado, aunque las manifestaciones han sido igual de grandes que las de Barcelona, han tenido un contenido más moderado, y no han llevado a la creación de un movimiento amplio.

La clave en Barcelona fue la existencia de una izquierda anticapitalista —compuesta por militantes de grupos políticos y por activistas de movimientos sociales— relativamente coordinada y activa, así como abierta —aunque no sin debates— a la colaboración con los sectores más moderados.

Si se dan estas condiciones, es difícil para los dirigentes reformistas rechazar la lucha unitaria, por mucho que quieran.

Frente único y organización anticapitalista

Terminemos con dos conclusiones.

Primero, que el frente único sigue estando vigente como método de lucha, y seguirá siéndolo mientras exista el capitalismo tal y como lo conocemos.

Segundo, que la dicotomía entre movimiento amplio —es decir, frente único— e izquierda anticapitalista organizada —llámese o no partido— es falsa.

No habrá movimientos de base fuertes y arraigados si la izquierda anticapitalista no lucha por ellos. Así que es esencial la articulación de esta izquierda, aglutinando a todas las fuerzas anticapitalistas dispuestas a unirse en esta tarea.

Por otro lado, si esta izquierda anticapitalista quiere influir en las luchas reales y dejar de ser sólo una pequeña minoría, tiene que relacionarse con la enorme masa de la clase trabajadora que actualmente sigue a una u otra variante del reformismo. Tiene que aplicar, a las condiciones de hoy, las lecciones históricas del frente único.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares