Conoce a tu enemigo: Para combatir mejor al imperialismo, hay que entenderlo


Introducción al folleto Guía antiimperialista, En lucha, mayo de 2003.

Este folleto se edita justo después de la ocupación de Irak por parte del ejército estadounidense, y a la sombra de las mayores movilizaciones que el mundo ha visto nunca. El motivo de su publicación es ayudar a entender el mundo en el que vivimos, para luchar con más eficacia contra el sistema imperialista que domina este mundo.
Esta introducción se dirige a explicar por qué es esencial desarrollar nuestro entendimiento sobre estos temas, o más bien, por qué la forma en la que entendemos el imperialismo afecta a cómo respondemos a sus ataques.


¿Qué es el imperialismo?

En la época de Marx y Engels, a mediados del siglo XIX, el capitalismo se limitaba a unas zonas muy concretas del planeta; Gran Bretaña, una región del norte de Europa continental, y a parte de la costa este de Estados Unidos.
La dinámica del capitalismo identificada por Marx fue la de la producción motivada por la búsqueda de beneficios, llevada a cabo por capitales que competían entre sí. El hecho de producir, no según las necesidades humanas, sino en base a la rentabilidad de esta producción, llevó a que una caída en esta rentabilidad produjera una bajada importante en la producción. Por esto, el capitalismo es el primer sistema económico caracterizado por frecuentes crisis. Otro factor identificado por Marx fue que, en estas crisis, los capitales más débiles son devorados por los más fuertes.
Esto significa, tal y como señaló Marx, que con el tiempo, quedan cada vez menos unidades de capital, y que éstas son cada vez más grandes. Esto subyace en el surgimiento del imperialismo.
A finales del siglo XIX, este proceso ya había desbordado las fronteras entre los Estados. Antes, la competencia capitalista había consistido en que, por ejemplo, en una ciudad industrial concreta, los dueños de varias fábricas intentaran ganar mercado, los unos a los otros, mediante avances en la producción. El proceso de crecimiento de los capitales, y la desaparición de los capitales pequeños, supuso que esta simple competencia, entre diferentes fábricas de una localidad, fuera superada. En su lugar, se producía la competencia entre grandes bloques de capital, a escala internacional.
Como escribió en 1915 el revolucionario ruso, Bujarin, en su libro La economía mundial y el imperialismo:
Del mismo modo que toda industria individual es una parte componente de la economía nacional, así también cada una de estas “economías nacionales” está integrada en el sistema de la economía mundial. Por lo tanto, es necesario considerar la lucha de los cuerpos económicos nacionales, ante todo, como una lucha entre las diversas partes concurrentes de la economía mundial, de la misma manera que consideramos la lucha entre empresas individuales como una manifestación de la vida social económica.
En esta economía mundial, los Estados dejaron de tener el papel de árbitros en la competencia doméstica. Se volvieron partícipes activos en la competencia capitalista internacional. Esta competencia, por tanto, ya no se limitaba al intento de producir una mercancía más barata, o mejor diseñada, sino que tomaba la forma de pelea por el control del mercado mundial, haciendo uso de armas económicas, políticas y militares, según el momento.
Había aparecido el imperialismo.
Bujarin identificó diferentes aspectos de la nueva forma adoptada por el capitalismo. Se produjo un enorme aumento en la producción. La producción mundial de hulla creció de 82 millones de toneladas en 1850, a 283 millones en 1875, y a 1.096 millones de toneladas en 1906; esto representó un aumento en más de un 1.200%. Otros sectores de la industria pesada, por ejemplo el mineral de hierro y el cobre, crecieron de la misma forma. Es notable que la producción de medios de consumo también creció, pero no de forma tan espectacular. Entre 1880 y 1914, la producción de trigo, algodón, azúcar y de otros productos agrícolas subió en entre un 70% y un 260%.
Este crecimiento en la producción iba acompañado de un aumento en el comercio exterior. El total de comercio exterior de los principales países del mundo aumentó en un 50% en sólo 8 años, de 1903 a 1911.
Este hecho fue posible gracias a la expansión de los medios de transporte. La marina mercante británica creció en un 184% entre 1872 y 1907, la alemana en un 281%, y la japonesa en un 1.077%. Las vías férreas del mundo crecieron de unos 600.000 km. a más de un millón; un aumento del 70%.

Imperialismo, guerra y revolución

Las cifras citadas arriba representan la creación, tanto física como socialmente, de un mercado mundial. Son la globalización original. Y al igual que la globalización de las últimas décadas, provocaron diferentes interpretaciones, cuyas conclusiones políticas variaban enormemente.
Lenin explicó en su prefacio al libro de Bujarin:
El valor científico de la obra de Bujarin consiste principalmente en que examina los hechos esenciales de la economía mundial, concernientes al imperialismo, considerando a éste como un conjunto, como una etapa determinada del capitalismo en su más elevado grado de evolución. Ha habido una época de capitalismo relativamente “pacífico”, cuando el feudalismo acababa de ser completamente vencido, en los países más avanzados de Europa, el capitalismo podía entonces desarrollarse de una manera relativamente mucho más tranquila y regular, por una expansión “pacífica”, sobre inmensos territorios aún desocupados y en países que no habían sido arrastrados todavía de manera definitiva en su torbellino. Es cierto que en esta misma época, aproximadamente delimitada entre los años 1871 y 1914, el capitalismo “pacífico” creaba condiciones de vida muy distantes, extremadamente alejadas de una verdadera “paz”: guerra en el exterior y lucha de clases. Para las nueve décimas partes de la población de los países avanzados, para centenas de millones de hombres en los países retrasados y en las colonias, dicha época no ha sido de paz, sino de opresión, de torturas y horrores, tanto más espantosos cuanto que no podía preverse su fin. Este período ha terminado para no volver. La época que le ha sucedido es la de las violencias relativamente más bruscas, que se manifiestan por sacudidas; es una época de catástrofes y de conflictos […].
El punto central aquí —y recordemos que el libro fue escrito en 1915, poco después del inicio de la I Guerra Mundial— es entender que las guerras son producto de la misma dinámica del capitalismo: “Toda la estructura de la economía mundial empuja a la burguesía a la política imperialista […] toda expansión capitalista termina, tarde o temprano, en un desenlace sangriento.” Ésta no fue una afirmación vacía de Bujarin, sino el resultado del análisis concreto de la situación del momento.
Lenin habla del desarrollo “pacífico” del capitalismo durante varias décadas. Destaca que, por supuesto, fue un proceso violento, pero lo distingue del proceso de guerra abierta que se inició en 1914. Esto es relevante al argumento de un sector del movimiento antiguerra que casi quita importancia a la guerra contra Irak, al decir que cada día hay guerra en todo el mundo. El artículo de Alex Callinicos reproducido abajo, “Del anticapitalismo al antiimperialismo”, trata este tema.
La respuesta más problemática en aquella época —y veremos que vuelve a surgir hoy— fue otra abstracción.
Quien había sido “el Papa del marxismo” antes de 1914, Karl Kautsky, había sacado conclusiones del desarrollo del mercado mundial, directamente inversas a las de Bujarin, Lenin, y Luxemburg.
Lenin comenta:
Si se razona en abstracto, teóricamente, puede adoptarse la conclusión a la que ha llegado Kautsky […] de que no está lejano el tiempo en que una asociación mundial de estos magnates del capital, constituyendo un trust único, ponga fin a las rivalidades y a las luchas de los capitales financieros particularizados en los distintos Estados, creando así un capital financiero unificado en el plano internacional.
Kautsky defendió que se había llegado a un “superimperialismo”, un sistema en el cual toda la economía mundial estaba tan entrelazada que sería imposible concebir una guerra generalizada. Sin embargo, el mundo real no era así: “El sueño [de Kautsky] de un capitalismo “pacífico” […] ha sido reemplazado por un imperialismo, no pacífico, sino belicoso, catastrófico”. En vez de sacar las conclusiones políticas basándose en el capitalismo realmente existente, Kautsky teorizaba entorno a otro capitalismo:
Si se llama “superimperialismo” a la asociación internacional de los imperialismos nacionales (o más precisamente de los imperialismos particularizados en los Estados), si se piensa que este superimperialismo “podría” eliminar ciertos conflictos particularmente desagradables, tales como guerras, conmociones políticas, etc., ¿por qué no sustraerse a las realidades actuales de esta época de imperialismo, que ha traído los más graves conflictos y catástrofes, para soñar inocentemente en un “superimperialismo” relativamente pacífico, y más o menos exento de conflictos y catástrofes?
¿Cuál era el resultado de todo esto? Para Lenin y los demás revolucionarios, la oposición a la guerra tenía que ir ligada a una oposición al sistema capitalista que había producido la guerra.
Para Kautsky y otros reformistas, su rechazo a la guerra, seguramente genuino, se tradujo en apelaciones a la legalidad internacional, a la sensatez de los dirigentes y a otras cosas por el estilo.
Actualmente, existen diferentes versiones de este mismo argumento. Por un lado, algunos elementos del movimiento antiguerra buscan soluciones a la guerra mediante los tribunales internacionales, o el fortalecimiento de otros “organismos internacionales”. En lo que se supondría que sería el otro extremo del movimiento, Toni Negri y Michael Hardt, en su libro Imperio, plantean una visión muy parecida al “superimperialismo”. Como explica Callinicos, Hardt acaba sacando conclusiones parecidas a las de Kautsky, de que los capitalistas deberían ver que una política militarista “realmente” no les conviene.
La perspectiva marxista, en cambio, al ver la guerra como un elemento del capitalismo, la analiza en términos de lucha de clases. En resumen, la alternativa al capitalismo bélico no era ni es un capitalismo pacífico, sino una revolución socialista.
Esta visión demostró su fertilidad de diferentes maneras. Bujarin hizo unos pronósticos impresionantes.
Destacó el surgimiento de un nuevo poder en el mundo: “Si la tendencia general de la evolución, que la guerra no ha hecho sino agravar, reside en el desarrollo de la centralización, la presente guerra habrá tenido por resultado precipitar la entrada en escena de uno de los principales trusts capitalistas nacionales, cuya organización interna es de una potencia extraordinaria. Nos referimos a Estados Unidos.”
En un momento en que algunas voces dentro del movimiento —por ejemplo, ATTAC— abogan por “la construcción de la unidad europea”, es chocante leer estas palabras, escritas en 1915: “Si la Europa entera se unifica, no por ello el «desarme» se producirá. El militarismo resurgirá más que nunca. A las antiguas luchas [entre los poderes europeos] sucederá una lucha monstruosa contra América y Asia. A la lucha de los pequeños (¡pequeños!) trusts capitalistas nacionales sucederá la de los trusts gigantes.” Estas palabras deben ser una advertencia para los que ven en una Europa fortalecida un paso hacia un mundo más pacífico.
Frente a los que identifican el impulso militar exclusivamente con las empresas armamentísticas, aclaró:
El crecimiento de los armamentos, creando la demanda de los productos de la metalurgia, aumenta grandemente la importancia de la gran industria y en particular de los “reyes del cañón” […]. Pero sería razonar muy superficialmente pretender que las guerras son provocadas por la industria de los cañones. Ésta no es en sí sino una rama, un “mal” artificialmente provocado que desencadena las “batallas de los pueblos”. Resulta de nuestra exposición que el armamento es un atributo necesario del poder gubernamental, que llena una función definida en la lucha entre trusts capitalistas nacionales.
El argumento de que las industrias militares provocan las guerras, en efecto, disculpa al resto del sistema capitalista, y omite el preguntarse por qué toda la burguesía apoya —no obstante tal o cual diferencia puntual— el principio de la guerra imperialista.
Finalmente, en la que quizá es la afirmación más visionaria, Bujarin subraya la creciente centralidad del Estado en el imperialismo:
Los establecimientos del Estado y los monopolios privados se fusionan en el seno del trust capitalista nacional. Los intereses del Estado y los del capital financiero coinciden sin cesar cada vez más. De otro lado, la enorme tensión de la concurrencia en el mercado mundial exige del Estado un máximo de centralización y de poder. Estas dos causas […] constituyen los principales factores de la estatización de la producción dentro del marco capitalista. […] El porvenir pertenece (en tanto que se mantenga el capitalismo) a formas vecinas al capitalismo de Estado.
Veremos como estas palabras, que en su momento se referían sólo a una tendencia incipiente, se volvieron ciertas de forma inesperada.
La confirmación definitiva de las tesis revolucionarias llegó bajo la forma de la revolución rusa de octubre de 1917, la revolución alemana de noviembre de 1918, y varias más.
Los que habían defendido la oposición revolucionaria a la guerra y al imperialismo fueron los que jugaron un papel positivo en estas sublevaciones. Contrariamente, gran parte de los que habían anhelado un “capitalismo pacífico”, acabaron luchando por restablecer el sistema capitalista, no frente a la guerra imperialista, sino frente a las revoluciones socialistas. De tachar la propuesta revolucionaria de utópica e irreal, se convirtieron en enemigos violentos de unas revoluciones muy reales.
Ésta es la lección clave de esta experiencia. Los que entendieron correctamente el imperialismo podían equivocarse en una u otra cosa, pero en general se ubicaron bien en las luchas concretas. Los que no analizaron la guerra como resultado del imperialismo —o sea, del capitalismo—acabaron defendiendo al sistema, a pesar de las buenas intenciones que podían tener al principio.
Esta lección se repitió a lo largo del siglo XX.

La Segunda Guerra Mundial

Si la afirmación de Bujarin acerca del capitalismo de Estado era más bien una predicción en 1915, se volvió cada vez más actual durante los años 30.
La revolución rusa había sido derrotada —por motivos que van más allá de este texto, pero fundamentalmente a causa de su aislamiento— y una capa de burócratas, liderada por Stalin, se había erigido como una nueva burguesía estatal. (Tristemente, el mismo Bujarin formó parte de esta burocracia hasta su ejecución por orden de Stalin en 1938.)
Mientras tanto, los regímenes fascistas de Hitler en Alemania y de Mussolini en Italia adoptaron formas de capitalismo de Estado. Incluso en las “democracias de mercado libre”, como Gran Bretaña, hubo fuertes tendencias estatales.
Lejos de representar una solución a los problemas del capitalismo, todo esto fue una expresión del fortalecimiento de la crisis y, con ello, de la tendencia hacia la guerra. En 1934, Trotski escribió en La guerra y la Cuarta Internacional:
El peso de las contradicciones internas empuja a un país tras otro por la vía del fascismo, el que a su vez no podrá mantenerse en el poder sin preparar explosiones internacionales. Todos los gobiernos temen la guerra, pero ninguno tiene libertad para elegir.
Este diagnóstico se cumplió con el estallido de la II Guerra Mundial, en 1939. Otra vez, los diferentes análisis de la situación produjeron conclusiones políticas radicalmente diferentes. Las más importantes aquí son las de los partidos comunistas.
Un elemento central en la política de Stalin desde la segunda mitad de la década de los 30 hasta el final de la guerra fue la búsqueda de una burguesía con la que aliarse. Entre 1934 y 1939, Stalin intentó crear un “frente popular antifascista” con Gran Bretaña y Francia. Todo el proyecto implicaba crear ilusiones en el supuesto talante democrático y pacífico de ambos poderes imperialistas, pero éstos no se sintieron atraídos por ningún acuerdo antifascista. En agosto de 1939, la otra opción diplomática de Stalin dio su fruto, en la forma de un pacto con Hitler. Este acuerdo abrió el camino a que Hitler invadiese Polonia —para después llevar a cabo el Holocausto contra la población judía— y para que Stalin ocupase los países bálticos. Lejos de parar la guerra, la adelantó. Ni siquiera salvó a Rusia, dado que en 1941 Hitler rompió el acuerdo e invadió la URSS, y Stalin giró otra vez hacia la política del frente popular.
El efecto de todo esto en los partidos comunistas, entonces la fuerza más importante en la izquierda del mundo, fue desastroso. El frente popular llevó a la derrota de la Revolución Española de 1936. En Francia, el parlamento elegido en 1936 bajo la bandera del frente popular votó a favor de dar el poder al pro nazi Pétain en 1940.
El pacto con la Alemania nazi fue un choque muy duro para los militantes comunistas; los cuadros leales llegaron a alabar la buena voluntad del Sr. Hitler, argumentando que el único obstáculo a la paz eran los imperialistas británicos y franceses. Después de 1941, la vuelta a la política de frente popular implicó que el Partido Comunista de Gran Bretaña, allí donde tenía influencia, colgase en las paredes de las fábricas retratos del Primer Ministro Churchill y se opusiera a las huelgas, abogando por romperlas, cuando los trabajadores se rebelaron contra la extrema explotación laboral. Lo que los Partidos Comunistas nunca hicieron fue un análisis claro y serio del imperialismo, ni una lucha contra él basado en tales principios.
Las fuerzas del marxismo revolucionario fueron increíblemente reducidas en esta época, consistiendo casi exclusivamente de unos minúsculos grupos entorno a las ideas de Trotski. Aun así, mantuvieron una posición revolucionaria frente a la guerra. Argumentaron que “la causa inmediata de la guerra actual es la rivalidad entre los viejos imperios coloniales ricos, Gran Bretaña y Francia, y los ladrones imperialistas que llegaron retrasados, Alemania e Italia.”
Frente a las ilusiones en una u otra burguesía, Trotski escribió: “Lo que le interesa a la burguesía de los grandes Estados no es en absoluto la defensa de la patria [o de la democracia - DK] sino la de los mercados, las concesiones extranjeras, las fuentes de materias primas y las esferas de influencia. La burguesía […] defiende la propiedad privada, los privilegios, las ganancias.”
Esto no implicó olvidarse del problema específico del fascismo; al contrario, había sido Trotski quien más había advertido del peligro que representaba Hitler. Pero los seguidores de Trotski mantuvieron que la lucha contra el nazismo no se podía ganar yendo de la mano del imperialismo. En Gran Bretaña, lograron promover luchas importantes, desde la exigencia de refugios contra las bombas para la población obrera londinense, hasta la organización de algunas huelgas. En la Europa ocupada, fueron aún más heroicos, e intentaron crear una oposición de base entre las tropas alemanas. Su falta de fuerzas significó que no podían conseguir mucho a nivel práctico. Aun así, frente a los socialdemócratas y los estalinistas —cuyo papel se limitó a hacer de partidarios de uno u otro bando en la guerra imperialista— al menos demostraron que había una alternativa revolucionaria.

De la Guerra Fría al 15 de febrero

Después de la II Guerra Mundial, con la partición del mundo entre los poderes victoriosos, se produjo la Guerra Fría.
Para la derecha, e incluso algunos socialdemócratas, se trataba de la lucha entre “la libertad y la democracia”, representadas por Estados Unidos y sus aliados, y el “comunismo dictatorial” de la URSS. Desafortunadamente para sus tesis, el bando “democrático” incluía toda una serie de dictaduras, desde Salazar y Franco en Europa, hasta los protagonistas de los golpes de Estado y de las guerras sucias en América Latina, sólo por mencionar unos ejemplos.
Para la enorme mayoría de la izquierda, desde los reformistas hasta muchos revolucionarios, la URSS representaba una fuerza antiimperialista. Muchos decían que era socialista, e incluso para los críticos era un “Estado obrero” de algún tipo. Estas afirmaciones cuadraban poco con la realidad de una sociedad que oprimía a su propia clase trabajadora, e invadía a sus países vecinos, desde Hungría en 1956, hasta Afganistán en 1979.
Otra vez, un análisis marxista del imperialismo —siguiendo los ejemplos de Lenin, Bujarin, Trotski y los demás— dio lugar a un entendimiento muy diferente.
Hasta la década de 1970, el modelo económico dominante en el mundo fue de capitalismo de Estado. La URSS fue sólo el ejemplo más extremo de esta tendencia. Igual que había pronosticado Bujarin, la competencia capitalista entre empresas se había convertido en una competencia, en gran parte militar, entre bloques de capital y Estado. Quien analizó este proceso más completamente fue Tony Cliff, en su obra Capitalismo de Estado en la URSS, de 1948, y en una sucesión de otros escritos.
En vez de ver la Guerra Fría como la lucha entre el bien y el mal —variando los signos según las preferencias de cada uno— Cliff vio que era simplemente la forma actual del imperialismo. Cómo se debía responder en cada momento se tenía que decidir en base a la situación concreta, no bastaba con una afirmación global. Pero la perspectiva general que esta visión aportó fue vital para que los y las revolucionarios evitaran caer en el apoyo al imperialismo occidental o al estalinismo, el imperialismo ruso.
Es más, la misma teoría de capitalismo de Estado proporcionó un análisis del boom de la posguerra, entendiendo el papel clave del gasto armamentístico por parte de EEUU y de la URSS. Además, entendió que este boom no podía durar para siempre, sino que volvería a haber crisis, y éstas abrirían otra vez la posibilidad de luchas sociales más amplias. Tanto el final del boom, con la crisis económica que empezó a hacerse sentir a finales de la década de 1960, como la vuelta de las potencias alemana y japonesa, se cumplieron.
Sobre todo, cuando la crisis económica llevó al colapso del estalinismo, primero con la caída del muro de Berlín y las sublevaciones en Europa del este en 1989, y luego con la disolución de la URSS en 1991, esta perspectiva se encontró fortalecida. En cambio, todas las visiones de izquierdas que habían aceptado a la URSS y a sus satélites como algún tipo de socialismo fueron fuertemente dañadas. Un sinfín de grupos de izquierdas desapareció en la década de los 90.
La mayoría de los que sobrevivieron quedaron marcados por sus experiencias. Casi todos se volvieron pesimistas, y no creían en la posibilidad de una lucha real contra el sistema. Después de todo, si millones de trabajadores habían salido a la calle para derribar a un Estado obrero, para remplazarlo por el capitalismo, esto no daba mucha confianza para la movilización popular. Por otro lado, y más claramente en el plano del análisis del imperialismo, fácilmente cayeron en la visión de que Estados Unidos se había vuelto omnipotente. Si, durante décadas, había existido una alternativa al imperialismo en los países del Este, la desaparición de éstos implicó que ya no existía un contrapeso al poder de EEUU.
El análisis de la Guerra Fría como un conflicto interimperialista dio lugar a conclusiones totalmente diferentes. Primero, al debilitarse Rusia, ésta no desaparece como poder imperialista. Aún más importante, está claro que los países europeos, así como Japón, representan una fuerza importante. El mundo es más complejo que hace 30 años, y si bien es cierto que EEUU es el poder imperialista más fuerte, no es, ni de lejos, el único, ni tiene un dominio incuestionable. El mundo globalizado de hoy sólo se entiende como una etapa más en la historia del imperialismo capitalista, siguiendo a las anteriores. El análisis de esta realidad concreta de hoy conforma el tema central de los artículos recogidos en este folleto.
Mientras tanto, el análisis de los países del Este como capitalismo de Estado nos permite ver que lo que representaron las sublevaciones de 1989 no fue una simple victoria del capitalismo. A pesar de sus limitaciones, estas revueltas forman parte de nuestra historia; fueron parte de una ola de movilizaciones populares que tienen su continuidad en las huelgas masivas en Francia en 1995, en la revolución indonesia de mayo de 1998, en las movilizaciones anticapitalistas después de Seattle, en el argentinazo, y en las magníficas protestas contra la guerra de Irak que dieron la vuelta del mundo entre febrero y abril de 2003.
Lo que todas estas luchas deben enseñarnos es que podemos cambiar el mundo. Pero lo que nos enseña la historia de la lucha contra el imperialismo, a lo largo del siglo XX, es que para cambiar el mundo, debemos entenderlo.
Este folleto se dedica a mostrar cómo las y los activistas contra esta guerra tenemos que ser activistas contra el imperialismo en general, lo que quiere decir, al fin de cuentas, anticapitalistas revolucionarios.

Lista de fuentes

N. Bujarin, La economía mundial y el imperialismo, Ruedo Ibérico, 1969.
L. Trotski, La guerra y la Cuarta Internacional, 10 de junio de 1934, disponible en www.ceip.org.ar/escritos/Libro3/html/T05V225.htm
L. Trotski, Manifiesto de la Cuarta Internacional sobre la guerra imperialista y la revolución proletaria mundial, mayo de 1940, disponible en www.ceip.org.ar/escritos/Libro6/html/T11V201.htm
Tony Cliff, Capitalismo de Estado en la URSS, Ed. castellana, 2000, En lucha.

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